miércoles, 25 de agosto de 2010

ARTICULO - DERECHO DEL CONSUMIDOR - ETICA DEL CONSUMIDOR

ÉTICA DEL CONSUMIDOR

AUTOR: PEDRO FRANCES GOMEZ
UNIVERSIDAD DE GRANADA - ESPANA -
AREA FILOSOFIA MORAL


No me cabe duda de que los consumidores somos pacientes morales. Dudo por el contrario que, en nuestro estricto papel de consumidores, estemos sometidos a restricciones de carácter universal y necesario; es decir, dudo que seamos agentes morales en tanto que consumidores.


Al tener que procurarnos bienes y servicios en el mercado, somos pacientes de las decisiones que otros toman. Así, el respeto que nos tengan los productores de manufacturas, el cuidado y lealtad con que nos traten aquellos cuyos servicios contratamos, la responsabilidad y sinceridad de quienes hacen propaganda de toda clase de artículos, nos incumben. La fabricación negligente causa accidentes, el servicio descuidado perjuicios, y la falsa propaganda, o el comercio engañoso, frustración y daño. Como pacientes de decisiones de otros, los consumidores estamos organizados política y cívicamente desde hace décadas para exigir a productores y comerciantes un comportamiento correcto: al menos legal, pero preferiblemente responsable, leal, justo, respetuoso, sincero y cuidadoso. Como consumidores nos sentimos frágiles y débiles, sujetos a la inmoralidad de otros, y por eso exigimos a los agentes económicos que además de no delinquir se conduzcan de un modo éticamente correcto.

La posición del consumidor como paciente de la (mejor o peor) ética ajena es clara. Ahora bien, ¿somos, en cuanto consumidores, también agentes morales? Es decir, ¿tiene el hecho mismo de consumir implicaciones que van más allá de las puramente personales y económicas?, ¿hay una virtud propia del consumidor?, ¿tenemos obligaciones morales como consumidores (que pudieran, por ejemplo recogerse en un "código deontológico del buen consumidor")? Esto es lo que me propongo explorar aquí, porque me parece, como mínimo, dudoso.

Comenzaré mostrando, por medio de ejemplos, una cierta perplejidad ante el mero planteamiento de una ética del consumo o del consumidor. Como ésta pretende ser una investigación filosófica, intentaré salir de esa perplejidad inicial, y para ello procuraré aclarar qué sea una ética del consumo: qué tipo de acciones y de agentes comprende el consumo y qué clase de normas, si alguna, les es propia. Lo haré primero en sentido negativo, diciendo qué creo yo que no es la ética del consumo, y sólo después intentaré una definición positiva. Para finalizar, examinaré qué sentido podría tener la normatividad característica del consumo, si es que existe; es decir, trataré de reconstruir un enfoque normativo ceñido a ese tipo de actividad (el consumo), y analizaré hasta qué punto podría dicho enfoque considerarse propiamente ético.
Ética del consumidor


1. De charlatanes e incautos.

Hay gente que, en uso de su libertad, atiende a los charlatanes de feria. Hay charlatanes muy hábiles y pícaros, capaces de deleitar a la audiencia y embaucar al más pintado; por lo tanto, hay embaucados (casi todos lo hemos sido alguna vez). Hay gente que paga por realizar actividades peligrosas, como lanzarse al vacío atados de una cuerda elástica, ascender al Everest, o contraer matrimonio en Las Vegas, todo incluido. Hay gente que se hipoteca para el resto de su vida, y lega grandes deudas a sus hijos y nietos, al objeto de adquirir una vivienda o un automóvil. Hay niños manipuladores que logran que sus padres les compren caprichos carísimos; en consecuencia, hay padres lo bastante simples como para dejarse manipular así, y lo bastante despreocupados como para no atender la educación de sus hijos, que sin duda sufre menoscabo con estas concesiones. Cuando la gente que así actúa (y actuamos) comete errores graves en perjuicio propio, suele arrepentirse: "nunca debí haber comprado esta casa", "nunca debí contratar a este guía", "...a este abogado", "...a esta canguro", "nunca debí fiarme de la publicidad", o "...de ese vendedor". Hay en estos casos "malas" decisiones, errores y arrepentimientos, pero ¿hay alguna responsabilidad moral en todo esto?, ¿deberían sus autores sentirse moralmente culpables?, ¿deberíamos sentirnos culpables el resto de los ciudadanos?
Se dirá que, además de los ejemplos citados, relativamente benignos, el consumo plantea problemas más agudos: hay millones de personas en occidente condenadas a la enfermedad por causa directa o indirecta, según se dice, de la publicidad. Unas han interiorizado, sin culpa suya, una imagen falsa del cuerpo humano, fomentada por una propaganda masiva y manipuladora. Otras se inician, desde la niñez, en el consumo de productos claramente nocivos y adictivos indiscriminada e intensamente promocionados. Hay, por otro lado, personas que no tienen el menor escrúpulo en contratar, y por tanto consumir, los servicios sexuales que prestan, no siempre voluntariamente, adultos y menores de ambos sexos. La mayoría de nosotros compramos baratijas o manufacturas que suponemos o sabemos a ciencia cierta han sido fabricadas por personas (a veces niños) explotadas en lugares lejanos, con técnicas industriales dañinas para el medio ambiente. Aunque haya alternativa para estos productos, nos inclinamos por lo más barato, que es lo que al parecer debemos hacer como consumidores racionales. Muchas personas padecen una existencia miserable y sin sentido por culpa de un estilo de vida que ha reducido todo valor al dinero; un estilo de vida que ellos no crearon ni tienen posibilidad de cambiar, una semi-religión cuyo templo son los grandes centros comerciales, cuya oración lenta y repetitiva como un rosario consiste en "ir de compras", o "mirar escaparates", y cuyo cielo es comprar algo nuevo, tener algo nuevo. Cuando actuamos así, o sufrimos inmersos en la conocida lógica del consumo ¿nos estamos saltando alguna norma universal de los consumidores?, ¿nos falta alguna virtud económica o mercantil?, ¿hay algún déficit en nuestro carácter que pudiéramos remediar con una dosis de "ética del consumo"? Esto es, creo, lo que querrían defender quienes proponen una "ética del consumo" como cuerpo normativo específico.
Mi primera impresión, que debo casi totalmente a mi abuela materna (por lo que estoy dispuesto a someterla a mejor juicio), es que todo esto es una gran pamplina. Mis errores pueden ser muy lamentables (sobre todo para mí), pero no implican maldad moral; y mis malas acciones, por mucho que consistan en contratar personas o en pagar por cosas, no creo que se deban a que no sigo la "ética de los consumidores". Más bien se deben a mi insensibilidad o a mi pura maldad o, si somos socráticos, a mi simple ignorancia.
Mientras haya incautos, habrá embaucadores; y mientras haya gentuza que pague buen dinero por cosas o actos innobles, habrá gente tan necesitada o tan sinvergüenza como para vender o hacer lo que sea. Y esto tiene que ver con la ética, desde luego, pero no con una supuesta ética del consumo que nos recomendara a todos (embaucadores o no, incautos o no, sinvergüenzas o no) qué, cómo y cuándo consumir.
Hay ciertamente poco escrito sobre "ética del consumo". Pero cuando se lee y se piensa algo sobre el tema, aparecen enseguida tres tipos de cuestiones: (i) casos y ejemplos como los aludidos arriba, entre muchos otros; (ii) explicaciones históricas, sociológicas, psicológicas, económicas y hasta religiosas, todas ellas deterministas, que pretenden dar razón de la conducta de los consumidores; y (iii) la cuestión propiamente normativa: qué y cómo deberíamos consumir para consumir "bien", y por qué. Las recomendaciones normativas de los autores decentes suelen ser bastantes razonables (incluso las más radicales), por lo que es fácil dejarse seducir por ellas aunque carezcan de todo fundamento. Pero si uno se pregunta por qué debería uno consumir lo que tales autores dicen que debería consumir; o dejar de consumir lo que a ellos les parece que uno debería dejar de consumir; o por qué debería uno gastar su dinero como estos profesores recomiendan y no de otro modo, entonces uno comienza a sentir que hay algo que no encaja.
Veamos un ejemplo. Una cosa es que yo no explote o esclavice a un niño (cosa que creo no podría hacer sin violar una ley moral, una ley de mi libertad); otra muy distinta que tenga la obligación de investigar si una prenda que estoy a punto de adquirir ha sido confeccionada por un niño semi-esclavo en la India. Se dirá que debo hacer lo posible para contribuir a evitar el comercio injusto. Si nadie comprara este tipo de artículos se acabaría con la esclavitud infantil. Este argumento parece razonable, pero en el fondo es como decir que si no hubiera hombres se acabaría con los homicidios. Eso, que es verdad, no traslada la responsabilidad del homicidio a la especie humana. La responsabilidad es del homicida. De igual modo, no creo que se pueda trasladar la responsabilidad de la explotación a los consumidores; la responsabilidad es de quien explota [1].
Casi todos los ejemplos de supuestas obligaciones del consumidor se pueden reducir análogamente. Se trata de una traslación ilegítima de la responsabilidad. Se sitúan sobre el consumidor responsabilidades que corresponden al ciudadano, al político, a la persona.
Por todo esto, mi primera reacción ante la ética del consumo es dubitativa. Me parece que el acto de consumir es, por definición institucional, uno de los más libres y menos restringidos. En un marco adecuado de leyes y reglas mercantiles, el acto de consumo no parece que debería tener otra norma que la absoluta discrecionalidad de su autor [2]. Esa libertad es la que asegura la creatividad y la especialización en el mercado, y con ellas, el incremento de bienestar para todos. Se podría decir que la función económica del consumo depende de que la libertad de elección de los consumidores sea lo más amplia posible.
A quien insista en que estamos inmersos en un mundo social que nos impide escapar al plexo producción-consumo, y que por tanto no somos realmente libres, yo le reto a que deje de pagar sus facturas durante unos meses, e intente permanecer en esta prisión consumista. Al contrario de lo que dicen estos autores [3], somos totalmente libres para regresar a una economía de subsistencia, porque precisamente el desarrollo de la tecnología agraria ha liberado regiones enteras de buenas tierras de cultivo que ahora están abandonadas. La mayoría no lo hacemos sencillamente porque no nos apetece, porque las ciudades con su estresante trabajo de ocho a tres, su contaminación y su ruido nos parecen, después de todo, más confortables. Quejarnos de la opresión del consumo me parece un caso flagrante de mala conciencia. Es cierto que todos los que vivimos en el mundo desarrollado adquirimos gran cantidad de cosas inútiles o superfluas, y que ello es debido en parte ciertas presiones sociales y económicas que, de alguna manera, nos manipulan y deforman. Pero si sucumbimos a las tretas de la publicidad o al afán de emulación, nuestra es la mayor parte de la culpa. A no ser que la estupidez se considere un vicio, no veo la connotación ética de nuestras malas decisiones comerciales.
El acto de consumo sólo merece un análisis ético cuando afecte directamente a otra persona. Si el acto no perjudica o beneficia injustamente a nadie directamente (y hay que suponer que en un mercado libre nadie se siente perjudicado por las transacciones voluntarias) no habría razón para cuestionarlo. El hecho de que, por ejemplo, el artículo comprado haya sido fabricado o intercambiado con violación de algún principio moral (explotando a un niño, contaminando un río, destruyendo un bosque, engañando a un intermediario, sobornando a un funcionario) no tiene por qué hacer moralmente responsable al consumidor. En cuanto ciudadano, ese comprador podría ser responsable si conociera fehacientemente alguno de estos hechos y no los denunciase. En cuanto persona, podría sentirse culpable si, conociéndolo, no lo impidiese u obstaculizase. Pero me parece un error analítico cargar al mero consumidor con esta responsabilidad. Tal vez al hablar de ética del consumo estamos confundiendo los términos.



2.- Qué no es la ética del consumo.

Ya he comentado que, como agentes morales que somos, todas nuestras acciones están sujetas a evaluación moral. En este sentido trivial el consumo, una de nuestras actividades relacionales más importantes, está también sujeto a evaluación moral. Al consumir mostramos nuestro carácter moral: nuestra ética personal. Pero esto no bastaría para que tuviese sentido desarrollar una ética aplicada específica. Me parece que quienes hablan de una ética del consumo no se refieren a una vertiende más de la ética general, sino a algo más específico [4]. Así pues, no creo que se pueda identificar la ética del consumo con una parte de la ética general.

Cuando se habla de ética del consumo se suele aludir a las teorías del consumo. Dado que existen explicaciones muy plausibles sobre por qué la gente consume, ese parece un buen comienzo para descubrir si, qué y cómo debería consumir la gente. En este sentido, la reflexión moral se plantea como una especie de psicoanálisis social: al hacer explícitas las causas ocultas de un comportamiento prima facie irracional o patológico, éste se hace comprensible, pero a la vez pierde su sentido, con lo que es posible erradicarlo o modificarlo a la luz de la "verdadera racionalidad". Por ejemplo, el trabajo clásico de Veblen Teoría de la clase ociosa hace explícito el sentido del consumo ostentoso para una clase social que desea mostrar su prestigio y su poder económico mediante la emulación de las clases superiores, pero no puede dejar de trabajar (no puede emular el ocio ostensible, así que se ve abocada a emular el consumo). Explícito esto, cualquier persona inteligente debería abandonar el consumo ostentoso en lo que tenga de irracional, pues si los demás son igualmente inteligentes, ya no creerán la impostura. Eliminada la ilusión producida por el consumo ostentoso, es absurdo seguir con aquella práctica. Otro ejemplo, la teoría económica de la producción habla de la dirección inversa de las necesidades. El sistema de producción actual no responde a necesidades de los consumidores, sino que crea productos o servicios para los que hay que generar una necesidad, lo cual se logra mediante la publicidad. La necesidad y el deseo siguen al producto, no lo anteceden [5]. Pero descubierta la treta de los productores, el consumidor avezado debería desechar las necesidades falsamente creadas y centrarse sólo en satisfacer las necesidades o deseos "auténticos". El conocimiento debería deshacer el bucle consumista.
Un último ejemplo: hace algunos años Colin Campbell (1987) publicó una ingeniosa explicación "ética" del fenómeno del consumo —siguiendo el modelo de Weber y su explicación "ética" del capitalismo. Campbell sostiene que ni la manipulación de los productores, ni el afán de emulación, ni ninguna otra explicación económica, psicológica o instintiva logra hacerse cargo de la complejidad y penetración del fenómeno moderno del consumo. Como alternativa, analiza la ética romántica surgida desde finales del siglo XVIII, y sobre todo la nueva forma de hedonismo en que cristaliza. Campbell descubre que el hedonismo moderno está basado en la emoción, no en la sensación, y que la emoción no depende tanto del objeto o del suceso placentero, sino de la capacidad del agente para disfrutar del mismo; y ese disfrute puede alargarse cuanto se quiera: antes del suceso, mediante la ensoñación o ilusión, después mediante el recuerdo. El sujeto moderno, señor de sus emociones gracias a la ética puritana del autocontrol, puede dirigirlas al placer siguiendo la ética romántica de la auto-expresión y la auto-satisfacción. Así construye una forma de hedonismo basada en las emociones que provocan los objetos y situaciones, más que en los objetos mismos. Y esta es justamente la clave del consumismo actual. No consumimos objetos, sino significados e imágenes que nos emocionan, que responden a nuestras ensoñaciones e ilusiones. Como dice Campbell, "Al estar obligados a enfrentar la lucha entre la necesidad y el placer (...), los individuos modernos no habitan sólo una "jaula de hierro" de necesidad económica, sino también un castillo de sueños románticos, y con su conducta tratan de transformar la una en el otro" [6]. Pero, como en las restantes explicaciones del consumo, no se trata de una conexión explícita, sino oculta. Campbell la define como "irónica": "La conexión entre el romanticismo y el consumismo moderno debe verse como irónica, porque aunque los románticos ciertamente pretendieron promover el placer y la fantasía, no podemos considerar que hayan perseguido un resultado en el cual esto se sumó para facilitar el incansable anhelo de bienes y servicios. Se puede observar que el nacimiento del consumo racionalizado moderno está asociado a una ironía histórica como la que acompañó al nacimiento de la producción moderna. Es la misma 'astucia de la razón', como Mitzman la llama, por la que la gente puede pretender una cosa pero acabar logrando algo completamente diferente, incluso resultados diametralmente opuestos a su intención inicial" [7]. Como en los casos anteriores, el contenido normativo implícito en esta explicación de Campbell es evidente: si la ética hedonista romántica ha contribuido sin saberlo a la formación del consumismo moderno, la crítica de tal conexión debería permitirnos una decisión más reflexiva. Bien seguimos apegados a la ética hedonista pero, conscientes de su irracional unión con el consumo, abandonamos éste; bien tratamos de abandonar por completo esa ética romántica en pos de otra más "auténtica". En cualquier caso, no deberíamos permanecer impasibles ante esta explicación. Nuestra inocencia de consumidores felices debería verse conmovida.
Creo que con estos ejemplos basta para mostrar un modo habitual de referirse a la ética del consumo, que he calificado como psicoanálisis social. No niego que las contribuciones teóricas sirvan, y mucho, para orientar la acción. Desde luego que mi conducta como consumidor se ve influida por el conocimiento de estas teorías (así como por otros conocimientos y creencias). Pero no creo que pueda cifrarse el contenido de un ética del consumo en desvelar presuntas determinaciones para así liberar al consumidor. En todo caso, estas teorías serían un elemento preliminar de la ética del consumidor.
Además, las propias teorías niegan en cierto modo la posibilidad de un enfoque normativo, puesto que conciben el consumo como una variable dependiente de factores sociales, psicológicos, económicos, etc. Si estamos determinados a consumir, y a consumir de cierta forma ¿cuál es nuestra responsabilidad?

Otro candidato para constituir la ética del consumo que andamos buscando adopta la forma de recomendaciones más concretas relacionadas con las consecuencias de la producción industrial y el intercambio económico. Aunque basadas en distintas teorías morales, las recomendaciones suelen coincidir (son las habituales de los manuales de "ética empresarial"). He aquí algunos ejemplos:
Hay productos, u ofertas, que deberían ser desterrados del mercado por varias razones (atentan contra la dignidad humana, contradicen valores comunes de la sociedad, violan derecho humanos, etc.). Los consumidores tienen la posibilidad y la obligación de "votar" contra esos productos no consumiéndolos.
Los bienes han de mantener cierta calidad mínima, sobre todo cuando se trata de productos que van a usar niños, enfermos, personas marginadas o ignorante u otros grupos vulnerables. Los consumidores pueden actuar aquí reclamando sus derechos siempre que se consideren perjudicados.
La actividad industrial no debe causar daños indebidos al medio ambiente ni a la calidad de vida de las personas. Los consumidores deben vigilar dónde y cómo se han producido los artículos que compran, para, si es posible, optar por aquellos menos contaminantes o por los fabricantes con mejor reputación. Sería inmoral una forma de consumo incompatible con la sostenibilidad del planeta a largo plazo.
El comercio implica muy a menudo la explotación de trabajadores en el tercer mundo (o en el llamado "cuarto mundo", las bolsas de marginalidad, pobreza y economía sumergida dentro de los países desarrollados). El consumidor tiene la obligación de promover el comercio justo optando por un consumo justo; un consumo que permita el desarrollo y el bienestar equitativo de todas las personas implicadas en la manufactura y comercio [8].
La publicidad y los llamados "medios de consumo" manipulan: crean necesidades falsas, emplean imágenes distorsionadas de la realidad, influyen sobre todo en niños y adolescentes. El consumidor debe estar alerta para denunciar estos abusos y no debe caer en la tentación del consumo sin freno, o "hiperconsumo", que es una forma de explotación y da lugar a la despersonalización de las relaciones humanas [9].
En este sentido, es muy importante una buena "educación para el consumo". Dado que el consumo es una parte integral de nuestras vidas, padres y educadores (y la sociedad entera) tienen una responsabilidad hacia la infancia. La autonomía no es un dato, sino un logro que requiere educación y crítica constante. Y es un logro cada vez más difícil de alcanzar en una sociedad basada en la comercialización o mercantilización (commodification) de absolutamente todo.
Todas estas cuestiones, y muchas otras, ponen en alerta al consumidor con toda razón. La ética del consumo se encargaría de especificar qué acciones deberían tomarse para evitar estos peligros, para contribuir, desde el extremo del consumo, a una vida económica, laboral y empresarial más justa.
Desde mi punto de vista, estos son ejemplos típicos de la traslación ilegítima de la responsabilidad. En todos los casos citados el consumidor puede ser perjudicado, pero la responsabilidad del perjuicio es de otro. En la mayoría de estos ejemplos se trata de cuestiones prudenciales, estratégicas, educativas o políticas. Algunas de ellas alertan nuestro sentido moral, porque ponen en peligro a inocentes, pero eso no implica que podamos (ni, por ende, que debamos) hacer algo como consumidores. Por ejemplo, si creo que la infancia está en peligro debido a ciertos hábitos de consumo y publicidad, ese es un problema educativo y legal. En una sociedad en que la educación sea una prioridad, habrá que legislar contra ciertos productos, o prohibir ciertas formas de publicidad que afectan a la infancia. La ética cívica estará implicada aquí (y ahí sí se puede hablar de una responsabilidad de cada ciudadano). También la ética de los publicistas y de los medios de comunicación, y la ética empresarial. En el momento del consumo, habrá quienes decidan descartar ciertos bienes por el modo en que fueron anunciados, o por las connotaciones que puedan tener (violencia, sexismo, etc.), pero ello será expresión de una preferencia personal (que puede ser moral o no), no de una deontología específica "de los consumidores".
Es tentador cifrar la ética del consumo en la capacidad de los consumidores para influir, mediante sus elecciones, en la sociedad. Los consumidores tienen, como los votantes en una democracia universal, todo el poder y ninguno. El poder de cada votante o consumidor particular, es despreciable. Pero en conjunto, los votantes pueden derribar gobiernos, así como los consumidores pueden eliminar empresas, o hacer que cambien sus políticas. Se encuentra ahí un nicho de poder que a cualquier reformador social le gustaría explotar. Dueños de ese poder, los consumidores tienen una responsabilidad social que deberían ejercer en cada acto de consumo. Ahora bien, me parece que cuando se ejercita este tipo de poder, se está empleando el consumo sólo como medio: el consumo es en ese caso un mero escenario de combate de ideologías político-sociales. Así, hay consumidores "verdes", consumidores "anti-americanos", consumidores "nacionalistas", etc. Ocasionalmente los consumidores actuan conjuntamente contra alguna empresa o contra alguna industria, y a veces han sido efectivos. Pero identificar la ética del consumo con este tipo de acciones es, de nuevo, un error. El consumo es aquí un medio de expresión o un medio de acción política. Incluso si hubiese un estilo "ético" de consumir, políticamente neutral, sólo representaría el intento de fomentar una cierta visión del ser humano y la sociedad que se estima mejor que otras (una sociedad justa, o igualitaria, o kantiana, o utilitarista). Cualquier otra visión podría ser fomentada con la misma legitimidad. En este sentido, el consumo (de hecho, el mercado) es un mero escenario formal, bastante democrático, para la disputa de visiones sustantivas de la sociedad. Pero precisamente por serlo, no puede haber una ética sustantiva del consumo, sino sólo reglas del juego justas, es decir, iguales para todos los participantes [10].

En resumen, creo que la ética del consumo no puede identificarse ni con la ética general, ni con el mero desvelamiento de las razones ocultas de nuestros hábitos consumistas, ni con otras parcelas cercanas, como la ética empresarial, medioambiental, educativa o política, por muy relacionadas que estén con el consumo. Pero entonces, ¿queda algo que podamos denominar propiamente ética del consumo?



3.- Que podría ser la ética del consumo.

Si hay una ética del consumo, estará constituida por principios, virtudes o normas propios de un tipo de práctica característica que denominamos "consumo". Esos principios no serán sólo una adaptación de los principios de una ética general o una teoría de la justicia (aunque tampoco podrían contradecirlos) sino que derivarán de la lógica interna del tipo de práctica en que consiste el consumo, y tendrán sentido dentro de ella [11]. Veamos, pues, si el consumo es un tipo específico de práctica y, si lo es, cómo podríamos definirlo con precisión.
El consumo es, por el momento, uno de los componentes de la vida económica. James Buchanan habla del "nexo producción-intercambio-consumo" [12]. Tal y como la conocemos hoy en día, la vida económica es un complejo institucional compuesto sobre todo de actos organizados de producción e intercambio. Casi todos los intercambios conllevan consumir algo, pero la palabra "consumo" se reserva para un tipo especial de intercambio que ha llegado a constituir una categoría diferenciada. El consumo puede definirse como el intercambio final, en que el último intermediario facilita a un particular un bien o servicio destinado principalmente a ser disfrutado, y no a ser transformado. El resultado del consumo no es la manipulación de lo adquirido y la producción de otro bien. El consumo puede generar residuos, sobras o chatarra, pero no un "producto". El destino único del bien o el servicio de consumo es ser disfrutado por el consumidor [13]. El consumo está, por así decir, en el extremo absoluto del complejo sistema de intercambios que configura una economía altamente especializada y basada en el mercado [14].
Este momento final del intercambio económico es un componente esencial de la economía contemporánea, y ha adquirido características muy alejadas de los medios empleados en otras épocas para la satisfacción de necesidades vitales y sociales. De hecho, el consumo es un hábito históricamente nuevo [15]. Las necesidades biológicas, sociales y culturales de los seres humanos han sido satisfechas a través de instituciones diversas a lo largo de la historia: el clan, la familia y la ciudad, el comercio, la colonización, el vasallaje y la artesanía gremial, la iglesia, la esclavitud, la guerra. Hoy en día la compleja institución que llamamos economía de mercado (que no excluye algunos de los instrumentos anteriores) sirve a este propósito. La economía política establece las bases (principios, derechos y reglas) conforme a las cuales se permite y fomenta que las personas se organicen para producir e intercambiar bienes, y a cambio del trabajo productivo las personas obtienen poder de consumo (un poder que se mide por el crédito de cada ciudadano). Ese poder de consumo tienen una naturaleza difusa, pero se puede identificar, sin pérdida de generalidad, con esas unidades discretas y arbitrarias que llamamos dinero y que se representan mediante dígitos y papel moneda. El poder de consumo permite que las personas especifiquen bienes para su uso y disfrute propio o de quien ellos designen (a eso se suele llamar derechos de propiedad). Esa adscripción privativa (o compra), sea de una vivienda o de una baratija de todo a cien, es el acto típico de consumo: la cancelación de cierto poder de consumo (disminución del crédito disponible) a cambio del disfrute en exclusiva, protegido por la ley, de un bien producido e intercambiado según las reglas del mercado.
Por tanto, el consumo está conectado con la producción de dos maneras. Por un lado consiste en el disfrute de un bien producido por la economía, y que llega al consumidor mediante el intercambio de mercado. Por otro, la capacidad de consumo de cada agente económico depende de su trabajo productivo (descartamos aquí la capacidad de consumo heredada). A más trabajo productivo, más capacidad de consumo. Se podría decir que el consumo forma parte integral del complejo institucional de la economía moderna. Una crisis de consumo (el repentino abandono de los hábitos de consumir) es tan perjudicial para el bienestar de todos como una crisis de productividad. Una crisis de consumo puede llevar a millones al paro y a la desesperación [16]. El consumo es pieza clave de la institución económica global, y el consumidor es tan importante para la integración social como el voluntario, el policía, el sacerdote, el juez o el político [17].
Al obtener bienes en el mercado, el consumidor juega su papel como uno de los motores del sistema económico. No es un papel subsidiario. Sus decisiones comunican preferencias e ideales. Son indicaciones a los productores y al sistema político. Al consumir la gente expresa cómo quiere vivir, qué valora. Hay aspectos en que todos estamos de acuerdo: todos preferimos comer a pasar hambre, y una inmensa mayoría prefiere comer alimentos sabrosos a alimentarse sólo de pan y agua —aunque es difícil establecer la frontera entre necesidades biológicas y deseos socialmente construidos. Nuestras necesidades más básicas nos importan tanto que las garantizamos mediante derechos, pero tanto la cobertura de los derechos que implican bienes materiales (alimentos, vivienda, educación, salud, etc.), como la satisfacción de necesidades menos importantes, y todos nuestros caprichos y comodidades, dependen del sistema económico. Un sistema que no podría existir tal como existe sin el consumo libre, aquél que expresa precisamente cuáles son nuestras necesidades, caprichos y sueños.
Dicho así, da la sensación de que el sistema económico lo abarca todo y que prácticamente cualquier acción es un acto de consumo. Para aclarar las cosas hay que decir que hay un gran número de necesidades que están fuera del sistema económico. Han ido a parar al sistema político, familiar, educativo. Todos estos sistemas sociales se relacionan con el sistema económico y con el mercado, pero ello no implica que distribuyan bienes de consumo. Bienes de consumo son exclusivamente aquellos que distribuye el sistema económico y que no pueden ser exigidos como derechos, sino sólo solicitados a cambio de dinero. Cuanta interacción está encaminada a obtener este tipo de bienes del mercado es un acto de consumo. Pero sólo esas interacciones lo son. La actividad autárquica de un agricultor que se autoabastece, no contaría como consumo porque no interviene para nada en el sistema de intercambio. La asistencia a una escuela primaria pública, tampoco. Hay grupos de personas que eligen vivir casi totalmente al margen de cualquier intercambio en que intervenga el dinero. Estas personas no contarían como consumidores, pese a que evidentemente consumen alimentos, ropa, etc.
Para resumir: consumo es toda actividad de intercambio en que interviene el dinero (como representación de la capacidad de consumir obtenida mediante el trabajo productivo), con el objetivo de disfrutar (y no elaborar ulteriormente) el producto obtenido del intercambio.

Como parte integral del nexo económico, el consumo ha de ajustarse a las reglas de la institución. Estas reglas varían de una sociedad a otra, ya que el modo de asegurar la producción y distribución de bienes es una opción política. Me voy a referir a la economía típica de los países de Europa Occidental. En estos países la economía es de libre mercado y libre empresa, con gran regulación y presencia estatal en sectores considerados clave por afectar a bienes esenciales. En este contexto, el papel del consumidor es doble. Respecto a los bienes públicos, tiene ciertos derechos regulados, que ha de ejercitar ante la administración. La demanda de estos bienes es jurídico-política, y al demandante es más apropiado llamarle usuario, o como mucho "cliente", pero no consumidor. Respecto a los bienes privados, el particular que demanda bienes es propiamente un consumidor y, de la misma forma que el sistema legal-político regula las obligaciones y derechos de los usuarios de los bienes públicos, el sistema legal-económico regula las obligaciones y derechos de los consumidores. Esta regulación muestra que el sistema económico no es neutral respecto a cómo actuan los consumidores; lo cual revela a su vez que sí hay un consumidor ideal, o virtuoso, desde el punto de vista de la misma práctica institucional en que el consumo consiste. Veamos por qué.
La economía sólo tiene sentido si contribuye al bienestar de todos los que participan en ella. Las instituciones establecidas para garantizar la producción y distribución de bienes son aquellas que se piensa aseguran el mayor y más justo bienestar potencial para todos los miembros de la sociedad. Las instituciones son sistemas cooperativos en el siguiente sentido: participar en ellas supone atenerse a reglas que no siempre (más bien casi nunca) ordenan lo que sus destinatarios prefieren, lo cual es un coste para cada agente; el beneficio proviene de que los demás se atienen igualmente a ciertas reglas. Así, todos los participantes en una institución tienen un interés en que todos los demás sigan las reglas de la institución. El mercado es un sistema de cooperación cuya justificación es el beneficio de todos los participantes [18].
En el marco de ese sistema, el consumidor ha de atenerse a ciertas reglas. Algunas son obvias y muy importantes, y tienen naturaleza jurídica: pagar el precio convenido, actuar de buena fe, etc. Otras se supone que derivan de la racionalidad económica de cada agente: no pagar más si se puede pagar menos por productos iguales, informarse antes de tomar una decisión, poder decidir entre productos (tener alguna preferencia) etc. Pero hay reglas más difusas, que constituyen quizá lo que podemos llamar el "medio normativo elemental" en que toda transacción institucional ha de desarrollarse. Esas reglas, que es imposible o muy difícil juridificar y que no coinciden con la estricta racionalidad económica también importan a los demás participantes en la institución, pues conforman el ambiente en que las relaciones son posibles. Estas reglas difusas podrían ser definidas como la "ética propia del consumo" (si nos referimos al consumo). Se trata de las disposiciones personales, o hábitos grupales que, en conjunción con la racionalidad económica y el cumplimiento de las normas jurídicas que representan las reglas del juego económico, permiten que la institución logre su objetivo de beneficiar a todos, mejor de lo que podría hacerlo en ausencia de tales disposiciones o hábitos.
La ética del consumo sería así el lubricante de la maquinaria institucional únicamente dentro de la cual tiene sentido esta práctica.
Sin ánimo de exhaustividad, las actitudes, disposiciones y hábitos que constituirían esta ética tendrían que ver con la justicia en los intercambios, que incluye la sinceridad y la transparencia sobre el valor que cada persona asigna a las cosas; la exigencia ante los demás, particularmente ante los productores y quienes prestan servicios; la diligencia suficiente a la hora de obtener información previa a la realización de una compra; y la moderación en el gasto y el ahorro.



4.- Naturaleza de las disposiciones del "buen consumidor".

Que un consumidor sea interesado (egoísta), que compare precios y calidades y decida en función sólo de estos datos, identifique su bienestar con la adquisición de bienes, y se proteja frente a otros mediante la inscripción pública de derechos sobre las cosas; todo esto es bueno. Que además un consumidor sea exigente a la hora de comprar y reclamar, justo en la apreciación de las cosas, diligente en su "trabajo" como consumidor, y moderado en el gasto, es mejor. La diferencia entre el primer grupo de actitudes y el segundo es que el primero es necesario para que el sistema económico tal como lo conocemos funcione [19]. El segundo no es necesario, pero sí muy conveniente.
Si los consumidores no son suficientemente exigentes, mejor para los productores y distribuidores, pero peor para todos. Un consumidor exigente "educa" a las industrias y comercios y les hace ser más cuidadosos (con las personas, con el medio), más creativos, más atentos. En definitiva, un consumidor exigente presiona para que los productos sean mejores, para que la economía alcance el límite de sus posibilidades. Un consumidor que no sea justo y transparente en su apreciación de las cosas puede pensar que es astuto (ocultando sus preferencias), pero con ello sólo contribuye a distorsionar el mercado y a aumentar los famosos costes de transacción, el gasto que las empresas han de hacer para averiguar qué demanda la gente. Un consumidor que no se informa lo suficiente y que compra sin reflexión suficiente, quizá se sienta muy dichoso y satisfecho, pero su forma de consumo voraz nos perjudica a todos, porque impide el ajuste de precios que se derivaría del efecto acumulado de la acción de consumidores inteligentes y diligentes, que compran allí donde la relación calidad-precio es mejor. Por último, un consumidor que se endeuda más de lo prudente quizá disfrute mucho más que otro moderado, pero literalmente está arriesgando la riqueza de otros, y está imponiendo un coste en todos, ya que el efecto agregado de esta actitud es el encarecimiento de los préstamos al consumo.
Estas actitudes —justicia, exigencia, diligencia, moderación, y otras que se le pueden ocurrir al lector— ni son imprescindibles para el funcionamiento de la economía, ni pueden ser impuestas por ley, pero son actitudes que mejoran el objetivo interno a la práctica del consumo: la contribución a una economía de mercado que proporcione el mayor bienestar posible para todos. Por esta razón creo que no es del todo absurdo calificarlas como virtudes, aunque sea en un sentido algo peculiar. Son las virtudes del consumidor en cuanto consumidor. Es decir, son la actitudes que todos querríamos que los demás tuvieran en cuanto consumidores (sin perjuicio de que quisiéramos que tuvieran muchas otras en cuanto ciudadanos, profesores, médicos, amantes o padres). Son actitudes que, si no derivan de un cierto carácter, resultan en obligaciones desagradables (si se dispone de dinero, es más divertido comprar de inmediato que entretenerse en comparar precios, es más rápido tirar un producto que no funciona y comprar otro que reclamar, etc.). Pero si derivan del carácter apropiado, resultan en acciones perfectamente racionales. Por eso querríamos que todos tuvieran, como consumidores, ese carácter del que las virtudes mencionadas forman parte, y que convierte un número de acciones beneficiosas para todos en racionales y llenas de sentido para cada uno. Y así, todos tenemos un interés directo en educar consumidores en esas virtudes y los valores asociados a ellas, y no otros. La propia práctica del consumo tal como ha sido definida, pide precisamente (y tal vez solamente) esas virtudes y no otras.

El propósito de este trabajo, como ya debe ser evidente, no era predicar ni quejarme de nada. Era analizar un tipo muy característico de práctica moderna, el consumo, y ver si hay algo que podamos llamar "ética del consumo". Lo que habitualmente pasa por ética del consumo es más bien ética general, ética empresarial o ética política. Tal vez no quepa hablar propiamente de ética del consumo (salvo como término descriptivo de la actitud "consumista"), pues consumir es una de las actividades más claramente nacidas de la libertad de la gente. Pero si buceamos en el sentido funcional del consumo contemporáneo comprobamos que es una práctica inscrita en un esquema institucional, con un bien propio. Como práctica encaminada a producir un bien, no todos los modos de ejercerla valen lo mismo, pues unos contribuyen mejor a lograr el fin. Las actitudes, disposiciones y hábitos que configuran el modo de consumir que mejor conduce a alcanzar el fin práctico del consumo (dependiente del marco institucional en que se desarrolla el consumo mismo) constituyen el paradigma del "buen consumidor"; aquél que todos los que entiendan la práctica y deseen participar en ella de buena fe, querrían ser y que los demás fueran. Y a los rasgos que describen a este modelo podemos, creo que legítimamente, denominarlos "virtudes del consumidor".

Soy consciente de que este ensayo queda expuesto a muchas objeciones. Es posible que no haya explicado suficientemente el sentido en que creo que debemos hablar de virtud y de ética en relación a una práctica como el consumo. Quizá tampoco quede claro por qué creo que se puede hablar de ética sin dejar de relacionarla con el sentido funcional-institucional de una práctica. Para aclarar todo esto necesitaría extenderme demasiado con una teoría de las instituciones y una teoría de la acción moral. He hecho lo posible por dejar mi posición tan clara como, en este momento, aparece para mí mismo. Las objeciones futuras servirán para reelaborar los puntos que hayan quedado oscuros esta vez.


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© Citar como: Francés, P (2001): "Ética del consumidor", 5campus.com, Sociología

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