lunes, 29 de agosto de 2011

ARTICULO - QUE ES LA QUIEBRA?


“¿ Q U É E S L A Q U I E B R A ?”
Osvaldo J. Maffía

- I -

Nos apresuramos a señalar que el interrogante aparece en un enunciado mal construido. El error consiste en utilizar la fórmula “qué es” como si fuese adecuada a todo tipo de cuestiones, pero no es así. Frente a ciertas dudas podemos preguntar qué es, pero no sobre todas. Ya veremos, sin salirnos del hábito jurídico, que sobreviven preguntas a lo largo de décadas sin respuesta alguna, o al menos sin respuesta convincente. La frustración, que no debió ser tal, muchas veces se explica porque fue utilizada la fórmula “qué es” en relación con una inquietud extraña a ese planteo. El óbice alcanza a nuestro tema: es incorrecto preguntar “qué es la quiebra”, pero eso no significa que la inquietud estuviera condenada a un definitivo insuceso.
Cuando tropezamos con un dato de la realidad –sea una palabra, un objeto material, y tantos otros factores que nos produjeran extrañeza-, sentimos la espontánea e incoercible tendencia a preguntar “qué es”, pero ya dijimos que ese interrogante no es omniabarcativo. Plurales influencias de nuestro entorno, las más de las veces no las hemos recibido en forma consciente, sino que nos la impuso el medio: la familia, los compañeritos y maestras jardineros, la escuela primaria y sucesivos estratos de nuestro desarrollo, nos imprimen las más de las veces el interrogante que nos ocupa. Es fácilmente comprobable en los niños, que preguntan “qué es” respecto de cuanto lo extraño o novedoso los asombra, con total naturalidad y sin problematizar sobre lo adecuado emplear esa pregunta (y Dios sabrá en cuántos casos los dirigen a quienes tampoco están alertados sobre su pertinencia o no). Es así que la incontrarrestable tiranía del medio –lo que Nietzsche llamó “la camisa de fuerza social”- nos lleva a preguntar “¿qué es la patria?” o “¿qué es el alma?” o “¿qué es el instinto?” o “¿qué es la vida?” presuponiendo que existe a la manera familiar un objeto llamado “patria”, o “alma”, etc. La naturalidad con que esas preguntas se formulan, sobre todo a cierta edad, corre parejas muchas veces con la ingenuidad que se traduce al tratar de contestarlas.
Pediremos auxilio, ocasional y fuera de todo criterio selectivo. En el libro de Mannheim “Ideología y Utopía”, importante malgrado su data, leemos “…sería falso deducir que todas las ideas y sentimientos que mueven al individuo tienen su origen sólo en él (…) únicamente en un sentido muy limitado el individuo particular crea por sí mismo la forma de lenguaje y pensamiento que nosotros le atribuimos. Habla el lenguaje de su grupo; piensa de la misma manera que lo hace su colectividad. Encuentra a su disposición solamente ciertas palabras y significaciones” (p. 53).
“Estrictamente hablando, es incorrecto decir que el individuo singular piensa. Antes bien, sería más correcto insistir en que participa en el pensar que otros hombres han pensado antes que él. El individuo se encuentra en una situación heredada, con modelos de pensamiento que son respuestas adecuadas a esa situación, y se esfuerza por elaborar, posteriormente, esos modos de respuesta heredados o por sustituirlos con otros, con el fin de enfrentarse más adecuadamente con las nuevas dificultades que surgen de las variaciones y de los cambios en su situación …” (p. 54). Tras referir “el problema de las raíces sociales y activas del pensar” -p.56-, señala que es “la intensificación del cambio social la que destruye la primitiva ilusión, predominante en una sociedad estática, de que todas las cosas pueden cambiar, pero que el pensamiento permanece eternamente el mismo” (p. 58)

- II -
Tenemos, pues, una internalizada tendencia a preguntar “¿qué es?” acerca de algo que desconocemos. Limitándonos a las palabras, para Aristóteles ese giro tendía a lograr la definición del término, y con ello la esencia: “… hay esencia de todas aquellas cosas cuyo enunciado es definición”, decía. “La esencia es, pues, *lo expresado en la definición*” agrega el traductor en nota (“Metafísica”, ed. Grados p. 277 y n. 20). Si un niño pregunta qué es un árbol, le “indicamos” un ejemplar de la especie. No es, en cambio, indicando un ejemplar representativo como responderemos a quien nos pregunta qué es el alma. En suma, la cháchara de la que nos excusamos tendía a señalar, con la confianza amiga en la insistencia, que podemos extrañarnos ante muchas cosas o ignorarlas, pero no será respecto de todas que hallaremos solución preguntando “qué es” (hace largas décadas un patriarca del derecho comercial español –Garrigues- dijo que la empresa es como una princesa a la que durante cincuenta años se cortejó pero nadie pudo conquistarla. El hecho de que en los ulteriores cincuenta años tampoco se hubiese logrado, debió ser bastante para alertar sobre la pertinencia o no de la pregunta. Quede claro entonces: podemos preguntar “qué es” ante ciertas cosas o datos u objetos al modo que fuere, pero no sobre todas; no, repetimos el ejemplo, “qué es la empresa”.
La vía de acceso al tema es otra. Afortunadamente se ha dado una respuesta desde hace cien años, cada vez mejor elaborada. A fines del siglo XIX, Frege señaló que el significado de un vocablo se manifiesta por su uso, especialmente en contextos oracionales. Wittgenstein tomó y desarrolló la idea, que recibió ulteriores aportaciones. Transcribimos una página de Habermas:
“Wittgenstein explica la universalidad ideal del significado ya destacada por Frege, “con la *concordancia* preexistente de aquellos que forman parte de una práctica común. “Ahí se expresa el reconocimiento intersubjetivo de unas reglas que ya se siguen “tácitamente (…) Frege había definido ya el significado de una oración con ayuda de las “condiciones de verdad que establecen el modo en que una oración puede usarse “correctamente”. Si ahora podemos extraer las condiciones de verdad del consenso (…) que “se ha constituido convencionalmente entre los miembros de una comunidad lingüística, es “mucho más fácil renunciar al incómodo concepto de la verdad o falsedad de las oraciones “y describir directamente el uso lingüístico dominante: *el significado de una oración o “forma oracional no se explica por tanto exponiendo la condición necesaria para que sea “verdadera, sino describiendo su uso*” (cita a Dummett). En cuanto al significado de las palabras aisladas, se determina –siempre según Frege- por la contribución que hacen a la composición del significado de las oraciones en las que aparecen verdaderas. De modo que el significado de los predicados o conceptos individuales no dimana inmediatamente de la circunstancia de uso de las palabras aisladas, sino del contexto de las oraciones en las que encuentran un uso correcto cuando las oraciones son verdaderas. El significado de esas oraciones se determina, pues, por las circunstancias bajo las cuales pueden ser usadas de modo verdadero” (“Acción Comunicativa y Razón sin Transcendencia”, 2003, espigado entre las p. 86, 87 y 88). “… el significado de una palabra se define mediante su criterio de aplicación”, escribe Carnal; asimismo, “no preguntar por la significación: preguntar por el uso” (“La superación de la metafísica por medio del análisis lógico del lenguaje”, México 1961 –separata- p. 455).
Ese empinamiento del uso como criterio relevante para fijar la acepción de un vocablo recibió una fructífera aceptación en Hart, lo cual es explicable pues Wittgenstein influyó mucho en su pensamiento. El gran iusfilósofo (“Definición y Teoría en la Ciencia Jurídica”) habla de “perplejidades” de la “teoría jurídica analítica que son habitualmente consideradas como pedidos de definiciones: ¿Qué es el derecho? ¿Qué es un estado? ¿Qué es un derecho subjetivo? ¿Qué es la posesión?. Considera que “el método común de definición no esta bien adaptado al derecho y ha complicado su exposición. Su uso, pienso, ha conducido en ciertos puntos a un divorcio entre la teoría jurídica y el estudio del derecho en funcionamiento (…); que las nociones jurídicas más fundamentales pueden ser elucidadas mediante métodos adecuados a su carácter especial. Tales métodos fueron entrevistos por nuestros predecesores, pero es en nuestros días que han sido plenamente comprendidos y desarrollados” (al final del trabajo hablará “del principio cardinal de que las palabras jurídicas sólo pueden ser elucidadas considerando las condiciones bajo las cuales son verdaderos los enunciados en los cuales aquellas tienen su uso característico”. Como se ve, plenamente en la línea Frege-Wittgenstein.
Poco más adelante, escribe: “los primeros esfuerzos para definir términos como persona jurídica, derecho subjetivo o deber revelan que éstos no tienen la directa conexión con contrapartidas en el mundo empírico que caracteriza a las palabras más usuales y a las cuales recurrimos en nuestras definiciones de palabras habituales. Nada hay que simplemente corresponda a esos términos jurídicos, y cuando tratamos de definirlos nos hallamos con que las expresiones que ofrecemos en nuestra definición (…) jamás son el equivalente preciso de aquellos términos”. (Recordemos por ejemplo que “deber”, en la concepción kelseniana, se emplea para mentar “la conducta que evita la sanción”; a saber, si la ley ordena el desalojo del inquilino incumplidor, la conducta que evita aquella sanción, o sea el deber, consiste en el pago del alquiler; pero es notorio que la acepción del vocablo “deber” no se agota refiriendo el comportamiento que permite sortear las consecuencias de su quebrantamiento).
“…de esos inocentes pedidos de definiciones de conceptos jurídicos fundamentales”, prosigue Hart, han surgido “vastas e irreconciliables teorías (…). No sólo libros enteros, sino también escuelas enteras de pensamiento jurídico pueden ser caracterizadas por el tipo de respuesta que dan a preguntas como *¿qué es un derecho subjetivo?* *¿qué es una persona jurídica?*”. Estima que eso “basta para sugerir que algo anda mal en relación con el enfoque de la definición: ¿es que realmente no podemos elucidar el significado de palabras que todo sistema jurídico desarrollado maneja con soltura sin presuponer ese lastre de teoría?”.
Tras referirse a diversas orientaciones, expresa que en muchas de ellas “se da a menudo una mezcla de problemas que deberían distinguirse. Es claro, por supuesto, que la afirmación de que las personas jurídicas son personas reales, y la afirmación opuesta de que son ficciones (…), han sido frecuentemente grito de batalla de contendores (…) han sido maneras de sostener o rechazar las pretensiones de grupos organizados en busca de reconocimiento estatal; pero tales reclamos han sido siempre confundidos con la desconcertante pregunta *¿Qué es una persona jurídica?*. Acerca de “el desarrollo teórico a la zaga de una definición” insiste en que han sido “esfuerzos encomiables por hacerse cargo de muchas cosas desconcertantes en el campo del derecho; entre ellas se encuentra la gran anomalía del lenguaje jurídico, a saber, nuestra incapacidad para definir sus expresiones más cruciales en términos de contrapartidas fácticas ordinarias” (y agrega una cita de Olivecrona, para quien “es imposible hallar hecho alguno que corresponda a la idea de un derecho subjetivo”).
En la p. 104 comienza a describir “cuatro características distintivas” que muestran “el método de elucidación que deberíamos aplicar al derecho, y por qué no da resultados el modo común de definición”. En primer lugar, tomemos expresiones como *derecho subjetivo* o *deber* o los nombres de personas jurídicas, pero no las tomemos aisladas sino en ejemplos de contextos típicos donde dichos términos cumplen su función, como “*A* y Compañía Limitada tienen un contrato con *B*”. Es obvio que el uso de estas frases presupone un trasfondo muy complicado y especial, a saber, la existencia de un sistema jurídico con todo lo que eso implica en cuanto a obediencia general, a la aplicación de las sanciones del sistema y a la probabilidad general de que eso habrá de continuar así. Pero aunque esta compleja situación es presupuesta en el uso de esas preposiciones sobre derechos y deberes, ellas no afirman que aquella situación existe (…)”.
Saltamos a la p. 110. Las “características generales del lenguaje jurídico explican por qué la definición de expresiones como *derecho subjetivo*, *deber* y *persona jurídica* resulta frustrada por la ausencia de alguna contrapartida que *corresponda* a esas palabras, y explica también por qué las contrapartidas en modo alguno obvias que con tanto ingenio se han elaborado (…) no resultan ser algo en términos de los que podamos definir aquellas expresiones, sino que resultan ser algo conectado con ellas en formas complejas o indirectas, y el punto fundamental de que la función primaria de aquellas expresiones no es la de designar o describir algo, sino una función distinta”.
Retomamos en la p. 131: “si dejamos a un lado la pregunta *¿qué es una persona jurídica?* y en lugar de ello preguntamos *¿bajo qué tipo de condiciones las normas jurídicas atribuyen responsabilidades a las personas jurídicas?*, probablemente clarificaremos el funcionamiento efectivo de un sistema jurídico y sacaremos a la luz las precisas cuestiones que están en juego cuando los jueces, que se supone que no legislan, llevan a cabo alguna extensión, a cuerpos con personalidad jurídica, de reglas elaboradas para individuos”. Dirá más adelante –p. 133- que “la forma confusa de plantear el problema es introducir definiciones de lo que es una persona jurídica y deducir de ellas respuestas a la pregunta que nos interesa: *una persona jurídica es una mera abstracción, una ficción, una entidad metafísica*; *una persona jurídica no tiene entendimiento y por lo tanto no puede proponerse nada*”. Agrega que esos enunciados “confunden el problema porque parecen verdades eternas acerca de la naturaleza de las personas jurídicas que nos son dadas mediante definiciones. De ese modo se hace aparecer que todos los enunciados jurídicos acerca de las personas jurídicas tienen que adecuarse a aquéllos”.
Sintetizamos el pensamiento de Hart: No debemos preguntar “qué es el deber” o “qué es un derecho subjetivo”, sino cuál es su acepción en los contextos donde cumple su función típica, ello con el trasfondo de un orden jurídico vigente. Esa aportación de Hart recibió el pronto e importante respaldo de Floriano D´Alessandro –iusfilosófico y comercialista- quien menciona “la llamada *definición en uso*”, que se da cuando se identifican ciertos contextos (presuntamente los que importan para la discusión de que se trate) y a continuación se los caracteriza semánticamente como sinónimos o equivalentes lógicos de otros contextos donde no aparece aquella expresión. Agrega en nota que “la necesidad de un amplio empleo de las definiciones en uso en la jurisprudencia ha sido sostenida por Hart –el primero- en su importante ensayo titulado *Definition and Theory in Jurisprudente*” (…). Observa Hart que es difícil ofrecer una definición explícita de la mayor parte de los conceptos jurídicos, en el sentido de indicar un objeto del cual eso términos fuesen el nombre. Tras términos como *derecho*, *estado*, *propiedad*, etc. no existe ninguna entidad. En ningún lugar existe el objeto jurídicamente pertinente, propìedad del cual el término *propiedad * fuese el nombre. A la pregunta “¿qué es la propiedad?” es inadecuada cualquier respuesta del tipo *la propiedad es un …*. Por otro lado, para comprender frases como *la corporación `X´ debe 100 a `Y`* no hay ninguna necesidad de ofrecer una respuesta a la pregunta “¿qué es una corporación?”, demanda, por otro lado, que ya presupone que la corporación sea una cosa. Basta en cambio saber en qué condiciones aquélla frase es verdadera, en cuál la prescripción que contiene es de considerarse satisfecha y en qué otras violada y, en suma, qué uso hacemos nosotros de aquella frase, qué reglas gobiernan su empleo en cierto discurso jurídico (…).
Para D´Alessandro, “lo que es extraordinario es que esa recentísima orientación, surgida de la refinada conciencia epistemológica producida por el florecimiento contemporáneo de los estudios de lógica y de filosofía de la ciencia, encuentra un precursor, según señala el propio Hart, nada menos que Bentham…”. (“Persone Guiridiche e Analisi del Linguaggio”, p. 48 y 49).


- III -
Traslademos lo recién dicho a nuestro tema. Es erróneo preguntar “¿qué es la quiebra?” pues ya hemos visto que la pregunta debe instalarse en un contexto, pero no en cualquiera, sino en aquéllos en que el uso de esa palabra desempeña su rol característico con el trasfondo de un régimen legal vigente. Así procediendo, veamos con qué facilidad la pregunta de imposible respuesta adquiere sentido en plurales enunciados, la mayoría de ellos tan sencillos y familiares como, por ejemplo,
1. “Juan Pérez es síndico en la quiebra *Mongolia SA*”.
2. “Quiebras se estudia en quinto año de la Facultad de Derecho”.
3. “La quiebra *Mongolia SA* promovió juicio por escrituración contra….”.
4. “En nuestro país, el delito de quiebra fraudulenta esta legislado en el Código penal”.
5. “El tercero, que era deudor del fallido con anterioridad a la sentencia que lo erigió en tal, debe depositar lo adeudado en la cuenta bancaria abierta a nombre de *Mongolia SA s/ quiebra* en el Banco de la Ciudad de Buenos Aires”.
6. “En el proceso de quiebra no perime la instancia”.
7. “La quiebra de la sociedad se extiende a los socios con responsabilidad ilimitada”.
8. “El pedido de quiebra por acreedor no tributa tasa judicial”.
9. “La *quiebra dependiente* presupone la de una sociedad…”.
10. “El tercero contra el cual prosperó una acción por ineficacia, deviene acreedor de la quiebra a la cual accede el incidente”.


La palabra “quiebra”, por tanto, admite un empleo válido y sobre todo, comprensible en diversos contextos (muchos más que los señalados como ejemplos). En todos ellos se excluye que pudiera responderse a la pregunta esencialista “¿qué es la quiebra?”. Nuevamente Hart: no tomemos el término en forma aislada, sino en contextos donde cumple su función típica.

- IV -

Amén de los intentos de definición, condenados al fracaso ab initio, se han intentado caracterizaciones sobre la base, por lo general, de aspectos algunas veces cuestionados, pero en otras no discutidos aún cuando sin alcanzar una caracterización de la quiebra o de alguno de sus avatara, siempre con vocación definitoria. Por ejemplo:

1. Un modo clásico de responder a la pregunta por la quiebra ha consistido en sostener que sería una ejecución, en la cual el derecho de una pluralidad de acreedores es ejercido contra un deudor común, de donde el inexorable deslizamiento hacia la idea clásica de la ejecución colectiva. Extraña ejecución, que puede ser promovida por el propio candidato a ejecutado. En el capítulo anterior nos detuvimos en señalar objeciones contra esa tesis.
2. El régimen de la quiebra participa de las políticas que apuntan al resanamiento o protección al modo que fuere de las empresas que se considera importante mantener en vida. Pero al margen los pasos no judiciales que implementasen las entidades públicas o privadas que fueren, si indagamos lo que en el trámite de un proceso podría coparticipar con esas políticas inexorablemente se requerirá la participación, sea genérica de acreedores, sea –tercería coadyuvante- específica del personal, conforme un reclamo suficientemente antiguo y mantenido (ya Rojo proponía “sustituir la junta de acreedores por una junta del concurso en la cual, junto con los titulares de créditos (…) estarían presente los trabajadores con independencia de su eventual condición acreedora, es decir, no como acreedores en sentido técnico-jurídico, sino como acreedores del puesto de trabajo”. RDCO, 1981 p. 292). Es decir, la política de conservación de las empresas útiles, aún cuando de importancia creciente, no puede ser definitoria de la quiebra.
3. Se ha propuesto, como rasgo característico del proceso falencial, la “oficiosidad”. En palabras de Piero Pajardi, “la oficiosidad del proceso de quiebra en su desenvolvimiento (…) es la más segura en el doble sentido de la necesidad y de la exclusividad”. En algunos casos esa característica se refleja en la apertura del proceso por decisión derechamente del juez, aspecto cuya periclitación bien se refleja en la última reforma a la ley italiana, que suprime al magistrado esa potestad incoativa de la que gozaba hasta 2007. En el otro carácter de la oficiosidad, o sea el poder judicial de adoptar medidas al margen petición de los interesados, no resulta fácil separar su presencia del otro rasgo, también definitorio del proceso concursal, como sería la inquisitoriedad. No es mucho, entonces, lo que avanzamos atribuyendo a la quiebra, en este caso como proceso, una relevancia definitoria.
4. En los antípodas de la tesis recién examinada encontramos la orientación, de importancia creciente, que apunta como vimos en `2´ a recuperar, vía judicial, las empresas en dificultades (la ley francesa de “Salvaguarda de la empresa” del 5/julio/05 es ejemplo calificado), pero adviértase que en tanto esos trámites prosperaran, lo serían en sede judicial pero no concursal. Precisamente su evitación –sea preventiva, sea liquidatoria- es la razón primordial que motivó al legislador. Tampoco ese importante quehacer ofrece rasgos definitorios de la quiebra.
5. A lo dicho en `1´ puede agregarse que el interés de los acreedores, valor exclusivo que justificaba los regímenes normativos y quehacer judicial en los orígenes de la quiebra y durante siglos, en las regulaciones modernas resulta totalmente condicionado a su voluntaria participación en el juicio (en nuestro caso, el pedido de verificación). Lo ratifica la circunstancia de que omitidas esas expresiones de voluntad, el juicio no prosigue (nuestro art. 229 LC).
6. En relación con el proceso concursal y alcanzada la concurrencia de acreedores persiguiendo el cobro de lo suyo, esa presencia tampoco puede alcanzar nivel definitorio porque carecen de poderes para impedir que juez y síndico motoricen las actuaciones.
Los supuestos considerados, ratifican que plurales enfoques, aún cuando parcialmente acertados, no atrapan la proteica figura. En especial, la posible verdad que se logre, de ninguna manera satisfará la pregunta incorrecta que titula este trabajo.


- V -
En el capítulo inicial habíamos adelantado que son diversos los modos –y, obviamente, las regulaciones- en que puede llegarse a la quiebra, y también anticipamos que de acuerdo con nuestro régimen solamente podemos hablar de “quiebra” cuando un juez la pronuncia (lo cual, de suyo, conlleva la necesidad de un trámite). También dijimos en aquella etapa propedéutica que el supuesto de quiebra pedida por acreedor es el que permite el mejor examen del procedimiento para acceder a la decisión. Recordemos cuáles son los modos para alcanzar judicialmente la quiebra:
1. Quiebra directa (forzosa si la demanda un acreedor, voluntaria si es el propio deudor quien la promueve).
2. Quiebra indirecta, cuando el trámite empezó como concurso preventivo o APE y desbarró a la quiebra.

Omitimos por ahora referirnos a la “quiebra dependiente”, que nos ocupará más adelante. En capítulos anteriores vimos que Carnacini reformulaba la posición del interesado en la apertura de una causa, reduciendo a ese acto su ejercicio de acción, pues, admitida por el magistrado, los momentos sucesivos del trámite dependerán del régimen legal que fuera pertinente. Ello sentado, ni los términos de la petición ni la instrucción prefalencial fijarían los caracteres del proceso de quiebra pues –remarcamos- sea cual fuere el modo de iniciación será los actos, los sujetos, los poderes, las cargas, las obligaciones etc., así como el quehacer del magistrado, del síndico, del fallido, de los acreedores, –siempre ex positivo iure- los que dirán si el proceso es contencioso y por tanto dispositivo, o inquisitivo. Ello, lo consignamos una vez más, sea cual fuere el modo de inicio. Ergo, si la promoción del juicio de quiebra dependió de particulares –sea el acreedor en la quiebra directa forzosa, sea el deudor en la variante voluntaria-, lo mismo el trámite puede ser inquisitivo, esto es, deferido al quehacer predominante de funcionarios y órganos.
Muy claro al respecto Vitale: a la Inquisitionsmaxime en el plano del proceso puede no corresponder la Offizialmaxime en el plano de la iniciativa. Aquélla tesis, pues, lejos de ser un óbice para la caracterización del proceso concursal como inquisitivo, nos muestra que lo será aún cuando fuese promovido por acreedor o por el propio deudor, pues no sólo el trámite, sino también el inicio del proceso falencial están plenamente separados de los procesos dispositivos, entre otras circunstancias por una que es definitiva en el punto que examinamos, esto es, el proceso falencial empieza con la sentencia constitutiva de la quiebra, de modo que en la etapa preconcursal el trámite no tiene el carácter inquisitivo que investirá una vez abierto el proceso. Hemos dicho y repetido que en nuestro derecho la quiebra puede pronunciarse a pedido de acreedor, a pedido del deudor, o derivando de juicios que originariamente no se promovieron como pedido de quiebra, pero desbarraron en algún momento del trámite (la llamara quiebra indirecta). En este capítulo nos limitaremos a la quiebra directa forzosa, esto es, la que empieza -digamos- como solicitud de un acreedor.


-VI-
Nuestra ley, repitiendo casi textualmente la anterior enumeración, indica, primero, los casos de quiebra indirecta (art. 77 inc. `1´), después los de quiebra directa, inc. 2 “a pedido del acreedor”, e inciso 3 “a pedido del deudor”.
No es feliz la distribución. El art. 77 no consigna en sus incs. 2 y 3 que la ley contempla otra vía de acceso a la quiebra a solicitud del acreedor o del deudor, a saber, “la declaración de concurso en el extranjero” que de acuerdo con el art. 4 “es causal para la apertura del concurso en el país” ello a pedido del deudor, o del acreedor cuyo crédito debe hacerse efectivo” en el país. La hipótesis, pues, se subsume en el ámbito del art. 77 incs 2 y 3.
Estimamos que los pasos que enmarcan el acceso al juicio de antequiebra obliga a insistir en su índole de procedimiento contencioso, en contraste con la inquisitoriedad del trámite falencial en caso de que la demanda prosperara. Su examen se favorece anticipando, algunos aspectos del trámite cuyo desarrollo aún no hemos comenzado. Exasperando la síntesis, digamos:
1) La quiebra directa forzosa –o sea promovida por acreedor- se inicia mediante una demanda en la cual el peticionario invocará el estado de cesación de pagos del deudor (así dicho por el momento). Este último tendrá ocasión de ejercer sus defensas. En su momento recaerá la sentencia pronunciando la quiebra o rechazando el pedido.
2) El trámite exhibe una contienda entre el acreedor que juega el rol de demandante y el deudor –demandado- sobre la base de argumentos y pruebas que aporta el actor, a los que se opondrán los argumentos y pruebas que aportase el demandado.
3) Ese pasaje, tras el cual se dictará el fallo, corresponde –insistimos- a un procedimiento de tipo contencioso (subtipo del dispositivo). Es preciso estar en claro, y paradójicamente lo confirma la confusión tanto judicial como de escritores frente a múltiples aspectos del trámite, por ejemplo, aplicar en esa etapa contenciosa normas que hacen al proceso inquisitivo de la quiebra, o sea una vez pronunciada.
4) Recién mencionamos el tipo procesal dispositivo, que se divide en contencioso –único que nos interesa- y voluntario (que no atenderemos). Es clásico enfrentar el tipo dispositivo al tipo inquisitivo, aunque en el proceso falencial resulta común que se contraponga no el tipo dispositivo, sino el subtipo contencioso. Repetimos que la porfiada confusión sobre esos aspectos del trámite obliga a insistir en algo tan obvio como lo señalado.

5) Los pasos referidos en 1 a 4 hacen a un pasaje previo al proceso falencial, que como hemos dicho -y repetido por la rutina a vencer-, comienza cuando el juez declara la quiebra. Mejor dicho, si tras el trámite contencioso anterior el juez pronuncia la quiebra, recién en ese momento nace el proceso falencial (ya dijimos que inquisitivo).
6) Por lo recién visto, a la etapa inicial –contenciosa- se la llama “instrucción prefalencial” o “juicio prequiebra” o “juicio de antequiebra” o “preconcurso” o “procedimiento instructorio prefalimentario” (hay en uso otros nombres). Habíamos adelantado que el despiste legislativo llega al extremo de que regula el trámite de antequiebra, y a continuación –a inmediata continuación- agrega autofagicamente “no existe juicio de antequiebra”. Oportunamente explicaremos el gazapo.
7) Declarada la quiebra –mejor dicho: constituida la quiebra mediante la sentencia de apertura- el proceso que sigue es, reiteramos, de índole inquisitiva, pues ya no juega la contienda entre acreedor y deudor como en el juicio de antequiebra, sino que los pasos del trámite fijados por la ley son conducidos, por la actividad del magistrado y del síndico. Lo veremos a lo largo de toda la obra; además, a ese respecto no es posible intentar resumen alguno.
8) Otro aspecto que se impone tener en cuenta desde el inicio, es que los efectos de la quiebra y a diferencia de lo que ocurre con las sentencias de los juicios contenciosos, se extienden en onda centrífuga inabarcable. En su lugar ofreceremos una lista que supera los cincuenta casos (una parte adelantamos en los cap. I y IV.).
- VII -
En el proceso de quiebra, a partir de la sentencia que la constituye los más típico de su marcha transcurre sin que aparezca contraposición entre los acreedores y el fallido (contraposición que en cambio caracteriza, según vimos, a la instrucción prefalencial). También dijimos que juez y síndico conducen el trámite, y en lo más importante cuantitativamente -al par lo más expresivo atento el tipo de procedimiento- sólo hallaremos contienda en algunos momentos de varia importancia (sobre todo en incidentes arts. 37, 38, 94/5, etc.), con la particularidad de que si todos esos momentos contenciosos faltaran el proceso falencial no se apartaría un ápice de su configuración.
En otros términos, el proceso falencial no existe antes de que el juez pronuncie la sentencia del art. 88, como hemos dicho y repetido a lo largo de pocas páginas, pero también hemos dicho –y repetido- que la porfía es inevitable para neutralizar pugnaces errores (a pesar de ser ello tan claro, veremos que jueces y autores sostienen a veces que el trámite de antequiebra es contencioso, pero que no es apelable la sentencia que rechaza la demanda del acreedor (ello ampliando la inapelabilidad propia del proceso de quiebra); y en orden a perención consideran pertinente en la antequiebra el régimen que la ley consagra asimismo para el proceso falencial (art. 277); es decir, no ven con claridad que una cosa es la instrucción prefalencial –contenciosa-, otra el proceso falimentario (inquisitivo).
Un aspecto que nos detendrá más adelante sobre la diferencia entre la instrucción prefalencial y el proceso de quiebra finca en lo siguiente: la ley prescribe que “si la quiebra es pedida por acreedor, debe probar sumariamente su crédito…”, (art. 83, párr. 1º). Por su parte, el art. 84 dispone que el deudor será emplazado para que dentro del quinto día de notificado invoque y pruebe…”. Como se ve, la sumariedad de la instrucción prefalencial es explícita, y lo remarcamos porque esa sumariedad es incompatible con la índole inquisitiva propia del proceso falencial. La doctrina enfatiza que el carácter inquisitivo y la sumariedad se excluyen. Estimamos que el tema, en especial a esta altura del libro, requiere un poco más de atención.
- VIII -
Cuando el trámite es sumario deben hallarse limitadas las medidas de sustanciación, especialmente las pruebas. Viceversa, si es inquisitivo los poderes del juez no pueden quedar constreñidos en premio a la rápida tramitación, pues los hechos a investigar y las pruebas a producir se subordinan a las alternativas del trámite y el criterio del magistrado, quien procederá a inquirere según se presentasen y fueran desarrollándose las situaciones, incumbiéndole adoptar las providencias y ordenar las medidas que el decurso del proceso requiriera; por supuesto que dentro de ciertos límites temporales, pero no en medida sumaria, y menos aún limitándolas a priori. Grasso ha enfatizado al respecto.
Un proceso in genere sumario es ofrecido a veces a un litigante para beneficiarlo con su brevedad, a tal punto que de su voluntad depende utilizarlo o no (opción del art. 521 c.proc.civ.); en cambio, la inquisitoriedad no se defiere al interés de quien litiga, sino al logro preferentemente de otras finalidades -generales, públicas, o como se prefiera llamarlas- que imponen un procedimiento confiado especialmente al magistrado, con acrecimiento correlativo de sus poderes respecto de los contenciosos; y eso de que el juez tenga aumentados sus poderes, sin limitarlos a los hechos y pruebas que propusieran las partes privadas, no se compatibiliza con la sumariedad, que sólo coadyuva como anhelo compartido de pronta terminación de los juicios.
El contraste entre sumario e inquisitivo preocupó a los quiebristas italianos. El conflicto, nos parece, podría ser planteado en estos términos: el proceso falencial es inquisitivo, y sería de desear que fuera breve. No vemos que el juicio de quiebra tuviera particulares títulos para merecer, más que otros, esa brevedad, pero en cambio es importante que el trámite anterior a la declaración de quiebra resulte expeditivo: si el deudor ha caído en insolvencia, que el concurso se abra cuanto antes o cuanto antes se desestime si no correspondiera. Hay razones, y sería superfluo repetirlas, para que la instrucción prefalencial no se dilate.
Como, según dijimos, la rapidez del trámite y la amplitud de la sustanciación son incompatibles –o, dicho en otros términos, como el ideal de celeridad supone el sacrificio de la amplitud en cuanto a debate y prueba-, se impone una opción franca porque no es posible salvar la cabra y los repollos. Es explicable que se quiera asignar máximos poderes de investigación al magistrado, y ya dijimos del ideal de celeridad en el trámite; pero, repetimos, sólo por acaso se darán juntos. El problema, que divide a la doctrina italiana, se explica porque a la inquisitoriedad genérica del procedimiento –entre ellos, incluso la fase de antequiebra-, la Legge Fallimentare, no agrega referencia alguna en orden a sumariedad como para sostener, de lege lata, ese reclamo unánime de la doctrina relativo a brevedad de las actuaciones. Grasso, quien remarca la “íntima contradictoriedad” de “un procedimiento al mismo tiempo sumario e inquisitorio”, señala que “no es posible encontrar en la ley de 1942 el esquema de un procedimiento sumario para la declaración de quiebra, por la simple razón de que falta por completo una regulación instructoria dictada a ese fin, y no es dado aquí entender en qué consistiría la sumariedad que en otra previsión connotativa resulta explícita...; la ley actual no ha reproducido la norma que atribuía al acreedor instante la posición que es propia de actor, gravado por la carga de probar los hechos sobre los que funda la demanda; pero –lo que más cuenta en nuestro razonamiento- tampoco ha introducido otra norma que, en la hipótesis todavía normal de iniciativa del acreedor, autorice a considerar que la prueba y el juicio tengan carácter de sumariedad” (R.D.C.O. 1983, p. 211).
En nuestro régimen la situación es inversa. La ley impone expressis verbis la instrucción sumaria, por lo cual, en razón de esa categórica opción legislativa, el dilema que perturba a los quiebristas italianos no surge. Según la ley 11.719, al acreedor instante le incumbía producir “la prueba de los hechos y circunstancias que indique, de los que resulte que el deudor ha cesado efectivamente en sus pagos”. El juez resolverá “a la brevedad posible, debiendo oír previamente al deudor” (art. 51). Aunque el texto no es categórico, la sumariedad campea en la breve pero orientadora regulación. Una amplia elaboración jurisprudencial contribuyó a que no restaran dudas al respecto: el aserto jurisprudencial y terminante “no hay juicio de antequiebra” fue consagrado por esa jurisprudencia.
El recordado criterio tanto de la “ley Castillo” como de la doctrina judicial que fijó su alcance fueron recogidos por el legislador de 1972. Para que no restasen dudas, el art. 90 ley 19.551, prescribía que el acreedor peticionante de la quiebra “debe probar sumariamente...”; es decir, la ley adoptaba explícitamente la sumariedad del procedimiento. Esa sumariedad se repite en la segunda parte del mismo artículo: el juez puede disponer “las medidas sumarias...”. Procedimiento sumario, entonces, por tanto no inquisitivo. Pero hay muchas otras razones por las cuales la instrucción prefalencial no es inquisitiva en nuestro régimen. Por ejemplo:
1. Cierto que la instancia se abre a solicitud de acreedor o deudor, pero ya anticipamos que el principio dispositivo en punto a apertura no excluye la inquisitoriedad del trámite ulterior.
2. Ese pedido del acreedor es una demanda. Nuestro régimen no admite la apertura de oficio, digamos por ahora.
3. Se trata justamente de una demanda para que se abra el concurso, no para que se pague al acreedor instante.
4. Esa demanda debe satisfacer los requisitos rituales, incluso asistencia letrada.
5. El demandante debe justificar su carácter de acreedor y los factores expresivos del estado de insolvencia: para ello, le incumbe exponer los hechos y adjuntar las pruebas de esos hechos que pudieran exteriorizarla.
6. El juez no puede considerar otros hechos ni atenerse a otras pruebas que los introducidos por el acreedor instante, al margen la cándida previsión del art. 83, párr.2º.
7. Si el acreedor demandante no lo insta, el trámite perime. Con buen criterio la jurisprudencia aplicó el código de procedimientos y consideró de seis meses el plazo, a pesar de que el art. 277 L.C. lo fija en tres (no en el proceso concursal, que no perime, aunque sí “en todas las demás actuaciones”). Eso significa que una vez abierto el concurso -y, eo ipso, comenzado el proceso concursal-, en la quiebra el plazo de perención es de tres meses. Que sea de seis en la etapa prefalencial es una prueba más de que a la sazón todavía no hay concurso.
8. Si el pedido del acreedor fuese rechazado, surge el problema de la imposición de costas. Las dudas sobre quién las soportaría si el deudor depositaba el monto adeudado se tradujo en jurisprudencia contradictoria, que desembocó en el plenario “Pombo”, del cual nos ocuparemos en VI.
9. En caso de que procediera alguna medida cautelar, podrá decretarse “a pedido y bajo la responsabilidad del acreedor” (art. 85), enunciado que reafirma el carácter contencioso del trámite, regulado hasta ese momento como cosa de acreedor demandante versus deudor demandado.
10. Se acepta cada vez más que la resolución denegatoria es apelable por el acreedor instante: nueva confirmación de que aún no existe concurso, en el cual la inapelabilidad es la regla según el art. 273, inc. 3 (criterio discutido en algunas provincias). Esta viabilidad de la apelación, que no debiera cuestionarse, contribuye a reconocer la calidad de demandante en quien promueve la instancia.

- IX -
En el Nº 8 del apartado anterior aludimos a una regla pretoriana según la cuál si el deudor emplazado para intentar su defensa deposita en pago –o a embargo- el importe del crédito que invocó el peticionario de la quiebra, el procedimiento concluye: nuevo avatar dispositivo malgrado lo dudoso del criterio, a saber, que mientras la quiebra no fuese decretada, la afirmación de un derecho se estima neutralizada mediante un acto como el depósito, aún cuando referido a sólo un acreedor.
Estimamos que lo expuesto alcanza para mostrar que en nuestro régimen el trámite de la quiebra directa forzosa es contencioso. No empece tal conclusión la existencia de ciertas particularidades, por. ej. las limitaciones para desistir de la instancia (art. 87, L.C.), fácil de explicar en vista a conocidos abusos.
Otro argumento contra la inquisitoriedad de la etapa que consideramos finca en las cargas que soportan los acreedores y el deudor. En concordancia con las características procesales de la instrucción prefalencial, el peticionario de la quiebra –según el art. 83- debe probar el crédito que lo asiste y los hechos que revelasen el estado de insolvencia del deudor. Ambas exigencias pueden resultar satisfechas simultáneamente –un cheque, un pagaré-, pero podría no ser así, a saber, un instrumento lo erige en acreedor, mientras que el estado de insolvencia surge de otras comprobaciones. Lo veremos en el capítulo próximo.
Si las cargas que gravan al instante de la quiebra son plurales y precisas, no menos expresivas de “contienda” son las defensas que el demandado puede articular. Así, cabe al deudor, cuando se lo emplaza en términos del art. 91, cuestionar la competencia del juez, discutir la legitimación del demandante, probar que no se halla en estado de insolvencia, sostener que su concurso se abrió en otra sede y varias defensas más que examinaremos en su oportunidad. Como se ve, materia sobrada para contender.
Suele estimarse, con alguna ligereza, que el peticionario de la quiebra debe probar que el deudor se halla en estado de cesación de pagos, y la letra del art. 83 inclina a ese error. Adelantamos –nos ocupará pronto- que esa norma no habla de “probar” aquel estado sino los hechos reveladores” del mismo. Lo que ahora importa es mostrar que en el pedido de quiebra por acreedor la ley contempla un contradictorio cabal, aún cuando circunscripto.
En resumen: Grasso escribió, epigramáticamente, que el procedimiento de instrucción para la quiebra es “inquisitivo y por eso no sumario”. Ello tienta al fácil retruécano conforme a nuestro régimen lato: sumario y por tanto no inquisitivo, aunque de esa sumariedad lo que más nos importa es remarcar la índole contenciosa del juicio de antequiebra.
- X -
En la quiebra directa forzosa, el trámite, repetimos, nos enfrenta a un momento judicial de acreedor versus deudor. Estos sujetos pugnan en orden a la finalidad –opuesta- que persiguen, aducen razones, ejercitan derechos, sobrellevan cargas y asumen responsabilidades que son intransferibles, pues sólo el demandante o el demandado las puede cumplir, o desatender, o soportar. Tenemos, pues:
1. Una demanda de quiebra que el acreedor presenta al Tribunal si es su voluntad hacerlo, caso contrario nadie podrá sustituirlo en ese rol.
2. Una oportunidad deferida al deudor (“citación” dice la ley, incorrectamente porque se trata de un emplazamiento) para que, si le interesa, procure –y nadie en su lugar- su defensa.
3. Una evaluación por el juez de las constancias actuadas.
4. El juez está obligado a pronunciarse.
5. Una sentencia que decreta o deniega lo pedido en la demanda, o sea la declaración de quiebra.
6. Esa sentencia es recurrible: por apelación del peticionario si rechaza, o por otra vía que ya veremos –no la ordinaria apelación- si hiciera lugar a la demanda.
7. La sentencia constituye la quiebra, única forma en que puede alcanzarse nuestro régimen.
8. Asimismo, esa sentencia da origen al proceso concursal, proceso que no existía en el trámite anterior (que era judicial, pero no aún concursal).

Señalamos una vez más, con la referida pugnacidad exigida por la desorientación persistente, que el proceso concursal recién comienza con la sentencia de apertura. Lo señalado –y a cuenta de mayor desarrollo- impone destacar algunas particularidades del trámite, a saber, contencioso el juicio de antequiebra, inquisitivo el falencial. Su examen nos ocupará en toda la obra, pero esa conducción inquisitiva se “contamina” –de “enlaces y contaminaciones” de los tipos procesales hablaba Redenti- con momentos en mayor o menor medida contenciosos. ¿Ejemplos? Habíamos anticipado que un acreedor cuyo pedido de verificación fue rechazado puede accionar para que se revoque la sentencia denegatoria, acción que también puede promoverla el deudor en la situación inversa –esto es, para que se revoque una admisión-, e incluso está previsto que los acreedores entre sí discutan sus derechos, vale decir, no sólo el acreedor “inadmisible” contra el concursado, o éste contra un “admisible”, o un acreedor verificado o “admisible” contra otro admisible (veremos variantes en su momento). Se trata de un rasgo virtualmente exclusivo del concurso (se lo ha calificado como la “máxima expresión de la concursalidad”), y traduce cabales momentos contenciosos. En la ley figuran otras muestras francas de esa litis –en general como incidentes- que siguen siendo tales aún cuando en algunos casos cursaran por vía ordinaria (arts. 38, 119, etc).
Los modos recién aludidos de contienda en un contexto inquisitivo son francos, En cambio, no exhiben ese carácter nítido numerosos pasajes que muestran contraposición de intereses, de posturas y de formas, pero sin alcanzar la dimensión de los típicos conflictos recordados, pasajes que integran una extensa gama de disensos actuales o posibles, que atañen por ejemplo, a una conformidad expresa o tácita, a una vista a evacuar por el síndico, etc. Casi, diríamos, contienda light (suspensión de un remate “con audiencia del síndico y del comité de acreedores”, decisión “apelable por el acreedor, el síndico y el deudor”: (art. 24), y plurales casos más, en que la resolución se supedita a citaciones, vistas, autorizaciones y otras medidas, con la particularidad de que la cuasi contienda no se rige por el procedimiento incidental genérico de los arts 281 a 285, sino por los pasos que fija específicamente la ley –como en el ejemplo del art. 24- por lo cual se llaman “incidentes autónomos”. La anotación de Redenti sobre la existencia de “enlaces y contaminaciones” entre los tipos dispositivo e inquisitivo se generalizó entre los procesalistas, en el sentido de que no existen “tipos procesales puros” sino prevalentes, como escribe Clemente A. Díaz. Generosa confirmación encontraremos en distintos momentos de la ley de concursos.

- XI -
Un adelanto más sobre las profundas diferencias entre el procedimiento concursal y, por ejemplo, un contencioso familiar. Respecto de las impugnaciones que caben contra la sentencia que constituye la quiebra, dijimos que en la quiebra directa forzosa –esto es, la instada por acreedor- es posible, como en todo contencioso, que el vencido impugne; por ejemplo, si el juez rechaza, el peticionario puede apelar. En cambio no es apelable la sentencia que declara la quiebra del deudor (ahora “fallido”). El quebrado no puede apelar la sentencia que lo erige en tal, pero sí valerse de la impugnación específica que le permite alzarse contra el fallo. Esa explícita investidura legal neutraliza la ilegitimación procesal que con un criterio del que discrepamos se asigna al art. 110.
El recurso se traduce en un trámite con interesantísimas particularidades, incluso algunas sorpresas: se trata del incidente por revocación de la sentencia de quiebra directa forzosa que cursa entre el fallido, el peticionario de la quiebra y el síndico: el fallido promueve demanda, de ella se corre traslado y, recibida la prueba, el juez falla admitiendo o rechazando la demanda. El fallo es apelable. Como se ve, todo un “recurso” con entidad de incidente genérico, y bien contencioso por cierto. Infortunadamente la ley dice “recurso de reposición” o “trámite de reposición” (arts. 94 y 95), denominación desacertada y, lo que es peor, desviante. Si fuese “reposición” no procedería la sustanciación referida –demanda, traslado, responde, prueba, parte actora, parte demandada, etc.- como veremos con detenimiento en su oportunidad. La ley contempla asimismo un aspecto procesal reducido para revocar la sentencia de quiebra (art. 96, “levantamiento sin trámite”), donde se reconoce la entidad de “incidente” al contemplado por los arts. 94/95 (“…revocar la declaración de quiebra sin sustanciar el incidente…”). El fallido deposita el importe del crédito invocado por el acreedor peticionario, y con más diversos pasos ahora desatendibles se alcanza la revocación de la sentencia de quiebra.
- XII -
Recordemos algunos aspectos ya señalados: en el juicio de antequiebra la acción puede perimir, no así “en el concurso”, art. 277; la sentencia desestimatoria del pedido de quiebra es apelable; procede la condena en costas contra el acreedor si su pretensión fracasa, no así contra el deudor cuando la demanda prospera y el juez pronuncia la quiebra; tanto la demanda como el responsable requieren asistencia letrada. Algunos de esos supuestos fueron discutidos (en parte se discuten aún, pero en tesitura pasajera y perfunctoria). Repárese en los párrafos de Heredia: ocupándose de la caducidad vedada por el art. 277 dice, discrepando con Lettieri, que el concurso referido por esa norma “no existe como tal sino a partir de que se dicta la sentencia del art. 88. Antes de la sentencia no hay concurso, es decir no hay juicio de quiebra que justifique una solución como la establecida en el art. 277 (…). En la instrucción prefalencial (…) el resultado de su trámite (…) interesa primariamente al peticionante y al deudor. Por lo tanto, no hay motivo para que no actúe el instituto de la perención (…). Por otra parte, no nos parece correcto afirmar que la instrucción prefalencial es una etapa inicial del concurso”, y agrega una observación importante: “negar la operatividad de la caducidad de la instancia significaría convalidar el nacimiento de efectos verdaderamente nocivos para la seguridad jurídica, uno de los cuales es el correctamente destacado por Peyrano y Chiappini en el sentido de que si la demanda de quiebra interrumpe la prescripción (art. 3986 C. Civ.), excluir la perención del trámite prefalencial podría conducir a que el acreedor mantenga sine die ese efecto interruptivo con el sólo recurso de no impulsar el trámite (…) con lo cual (…) convertiría es imprescriptible la acción (…)”. Tras otras consideraciones, agrega que “la jurisprudencia ha aceptado en forma unánime la procedencia de la perención o caducidad de la instrucción prefalencial” (t. 3, pág. 382/4 de su “Tratado”).

- XIII -
Dijimos que casi no se discute el carácter inquisitivo del proceso falencial, sin embargo, subsisten algunas dudas sólo explicables por la peculiaridad de aquél trámite, por ejemplo, ¿el tipo inquisitivo cualifica el procedimiento sólo desde que el concurso se abre con la sentencia –nuestro régimen-, o también exhibe aquél carácter el momento previo a la decisión? Jurisprudencia y doctrina tienden a unificarse en el sentido ya consignado de que el proceso concursal empieza con la sentencia de apertura, siendo procesal, pero no concursal la etapa previa. Algún derrape condujo a sostener que el concurso es tal desde que empieza el trámite que conducirá a la apertura del art. 14 o del art. 88, pero es altamente expresiva la diferencia de fundamentación –y más visible aún la diferencia de seguridad- en una y en otra postura. Así, en el “Digesto Práctico” editado por “La Ley” (Volumen I “Concursos”, p. 238) esas diferencias aparecen en dos fallos sucesivos. El primero de ellos dice, con claridad y rigor, que “únicamente hay concurso con posterioridad a su apertura, por sentencia del concurso o por sentencia de la quiebra. Consecuentemente, la falta de apertura es, por sí sola, circunstancia impeditiva para considerar cualquier juego de los principios concursales, y antes de la misma, sólo existen procedimientos dirigidos a la declaración de aquéllas. Por todo esto, con anterioridad a la apertura no se producen los efectos típicos del concurso preventivo, ni de la quiebra, ni tampoco tienen aplicación los principios rectores de la normativa concursal”. Como se ve, un pronunciamiento preciso y seguro (Cámara de Feria, Rosario, Enero 8/1986, “Siter SA s/ Concurso”).
A la inversa, en el sumario siguiente leemos: “desde la presentación en concurso preventivo es dable aplicar lo dispuesto en la normativa concursal, referido a los actos prohibidos al deudor y su sanción. Aún cuando la solución no sea lo suficientemente clara al respecto, cabe inferirlas de las diversas normas que convalidan este criterio y de los principios fundamentales del derecho concursal, tales como la cesación de pagos como presupuesto para la apertura, siendo la presentación del deudor una confesión expresa de ese estado y debiendo, a partir de tal momento, mantener inalterable el patrimonio del deudor (CNCom, Sala “A”, “Cababie Hermanos S.A. s/ Concurso”). Las dos publicaciones obran el Volumen I, “Concursos”, pág. 238.
Con respecto al ultimo caso, cuando el fallo dice que desde la presentación en concurso preventivo “es dable” –así: es dable- “aplicar la normativa concursal referida a los actos prohibidos” surge ostensible la inseguridad de la Cámara. El adjetivo “dable” carece de entidad deóntica. Es un término disposicional que en ese carácter indica posibilidad, pero no afirma concreto alguno. Parecería que el Tribunal quisiera sostener sin afirmarlo que desde la “presentación” regiría la prohibición del actual art. 16 L.C. El tribunal reconoce que la solución no es lo suficientemente clara, pero también lo dice como guardando una especie de duda o prevención, a saber, que “aún cuando la solución no sea lo suficientemente clara al respecto…”; y por cierto que no es nada clara. Por el contrario, es bien claro que el legislador incurrió en una omisión que ha preocupado mucho, en doctrina, a saber, que desde la demanda de concurso preventivo hasta la sentencia del art. 14 -momentos separados por tiempo considerable-, el deudor que confesó su estado de insolvencia –según consigna el fallo- puede disponer ad libitum de sus bienes, esto es, ninguna previsión legal limita o condiciona su manejo (ese vacío era particularmente señalable en la ley 19551, pues una de sus fuentes –la ley paraguaya- disponía en su art. 16, refiriéndose a “la solicitud de convocatoria de acreedores”, que “al recibir la presentación del deudor el juzgado podrá proveer las medidas de seguridad que estimare convenientes sobre los bienes del mismo, incluso el embargo de todos o parte de ellos y la inhibición general de bienes”). Esa orfandad subsiste, no obstante la ley actual (año 1995) y las sucesivas y numerosas curitas –Moro dice “parches”- que le fueron infligidas.


- XIV -

Una mención especial requieren los casos en que la quiebra es demandada o actora. Ello apareja una variante notoria en la posición del magistrado respecto de los casos anteriores, pues ahora los litigios no surgen “en” la quiebra, como los supuestos anteriores sino “entre” la quiebra y un tercero.
Tal vez sea mejor que atendamos ahora esas situaciones. Ocurre con frecuencia que el fallido era al par acreedor de algunas prestaciones pendientes de cumplimiento y deben promoverse acciones judiciales para obtener su satisfacción. La quiebra demanda, y “por” la quiebra actúa el síndico. El juicio se radica, ordinariamente, ante el juez que corresponda al domicilio del demandado. En ese caso, con el vocablo “quiebra” no hablamos de la sentencia que la constituye, ni de un curso universitario sobre “quiebras”, ni del delito de la quiebra fraudulenta, ni del instituto, ni del proceso, ni del libro de Héctor Cámara: al decir “la quiebra demanda” estamos recurriendo, como tantas veces, al auxilio de la personificación. Hemos aclarado en varias oportunidades que personificar no implica sostener que existe una persona jurídica a la manera usual, sino algo mucho más sencillo y tan familiar que ni reparamos en ello, a saber, el hecho inveterado de tratar como si fuera persona a algo que no lo es, y así decimos “la quiebra demanda” como decimos “pido se condene a la sucesión”, o “el contrato paga el X %”, o “la impositiva modificó su horario de atención al público”. No atribuimos, pues, entidad de “sujeto ideal” a la expresión “la quiebra”, sino que sólo usamos una técnica consagrada y cómoda para entendernos. Eso nos permite hablar con facilidad de la quiebra como parte actora o parte demandada, actuando con intervención de su órgano específico, o sea el síndico, a quien le compete promover las acciones que correspondieran (art. 182 L.C.); pero la parte actora es la quiebra, no el síndico: tanto es así que si este último fuese removido, la posición de la quiebra en el juicio no variaría, del mismo modo que no deja de ser actora o demandada una S.R.L. cuando cambia de gerente. De ahí que no se modifique la carátula, que seguirá siendo “Juan Pérez SA c/ …”

En los casos en que “la quiebra” inicia demanda , sin duda, no veremos al juez de esa quiebra actuando; por el contrario, la quiebra en tanto actora en otro proceso se le fue de las manos: ya no es “su” quiebra, sino la demandante en un juicio que cursa ante otro magistrado. Sin embargo, la quiebra que él constituyó con su sentencia sigue andando, y agregaríamos que es la quiebra de veras. La otra, actora en sede extraña, es un seudópodo, una longa manus de la quiebra básica que procura mejorar su masa activa. Ello, por supuesto, en el terreno de las imágenes; pero permite ver claro, nos parece, que la quiebra constituida por el magistrado con su sentencia y la quiebra actora en el juicio contra un tercero en el Juzgado extraño al del concurso son dos entidades intuitivamente diversas ¿Y si el allí demandado reconviniera? Ya nos ocupará el evento. Agregamos que algunos momentos importantes del trámite, como la acción por ineficacia –art. 119- o por responsabilidad –arts 173 y 176 in fine- cursan ante el magistrado del concurso, por vía ordinaria, y parte actora, actuando el síndico, es la quiebra (personalizada). De ello diremos en su lugar.

- XV -

Hemos insistido en que el juez, al pronunciar la sentencia del art. 88, constituye la quiebra y da inicio al proceso. Porque dio inicio al proceso ocurren muchas cosas: por ejemplo, debe nombrarse síndico, la apertura se publicará por edictos, los acreedores son emplazados para que soliciten verificación, etc. Porque en juez constituyó la quiebra, el antes deudor asciende a fallido: resulta desapoderado ope legis (art. 107), pierde su capacidad procesal en los juicios que atañen a la masa activa (art. 110), el síndico se incauta de sus bienes y elementos contables (art. 177), etc.
En los pocos pasos referidos encontramos:
a) Una serie de actos imprescindibles para la continuación del proceso que son ordenados por la propia sentencia (art. 88/9).
b) Pluralidad de efectos, de calificada significación, que no están prescritos por la sentencia sino que ocurren ope legis por el hecho de que el deudor se halla en quiebra (el desapoderamiento, la ilegitimación procesal, etc).

Pero habíamos dicho y enfatizado que no hay quiebra sin sentencia, asimismo que la quiebra no se confunde con la sentencia sino que es otra cosa, en rigor una de las varias cosas que se mencionan mediante la palabra “quiebra”, La doctrina no es pacífica al respecto. Se acepta, al menos por algunos autores, que el fallo, amén de sus efectos propios e inmediatos (art. 88 y 106) origina una situación relativa al deudor que suele llamarse “status de fallido”, sea un instituto, sea sólo un nombre para una mención abarcativa de consecuencias centralizadas por la persona física o jurídica quebrado. Por ahora nos limitaremos a mencionarlo, y anticipar una curiosa (y furiosa) bipolaridad: o se asume en tesitura categórica, o se toma en burla: tertium non datar.

martes, 23 de agosto de 2011

EL ART. 48 BIS DE LA LEY CONCURSAL

El “inasible” art. 48 bis de la ley 26.684

A propósito de las reformas a la ley concursal en materia de "salvataje” en una norma contradictoria de imposible cumplimiento

Al maestro Héctor Alegría porque
tenía razón: "...El art. 48 bis no tiene solución...".

Por Francisco Junyent Bas

SUMARIO: I. Introducción. I. 1. La ley 26.684 y una polémica abierta. I. 2. Ninguna realidad es dueña de sí misma. II. Los puntos de la reforma. II. 1. Las modificaciones tanto en el concurso preventivo como en la quiebra II. 2. Los lineamientos del nuevo régimen. III. La legitimación para intervenir en el salvataje. III. 1. Una norma innecesaria y limitativa. III. 2. La limitación a los trabajadores de la "misma empresa". IV. El inasible artículo 48 bis de la ley 26.684. IV.1. . El esquema legal. IV. 2. Una doble categoría de trabajadores. IV. 3. El eventual pasivo a favor de los trabajadores. IV. 4. La inviabilidad de la resolución de los contratos de trabajo. V. La confusión entre la quiebra y el concurso. V. 1. Las diferencias entre el régimen falencial y el remedio preventivo. V. 2. Un régimen particular. V. 3. La determinación del pasivo laboral. V. 4. Los créditos “desatractados”. VI. La improcedencia de la compensación. VII. La alteración del esquema concordatario. VII. 1. La pretensión de "hacer valer" los créditos. VII. 2. Apostillas "particulares". VIII. Conclusión. IX. Una propuesta de solución.


I. Introducción.
I. 1. La ley 26.684 y una polémica abierta.
La reciente sanción de la ley 26.684 que reformula el régimen concursal en materia de relaciones laborales y cooperativas de trabajo, tanto en el concurso preventivo como en la quiebra, ha producido una verdadera “conmoción” en la doctrina patria , que advierte “graves” falencias en la nueva normativa y denuncia no solamente el desconocimiento del legislador, sino también que "no se haya escuchado" a las opiniones especializadas.
Así, Vítolo expresa que “más allá de cualquier posición personal al respecto, lo que debe señalarse, a modo de preocupación, es que resulta de difícil comprensión que el Poder Legislativo sancione, prácticamente por unanimidad, una norma legal de tal magnitud y trascendencia, como lo es la ley 26.684, que contiene errores que requieren ser subsanados". El autor citado agrega que en lugar de enmendar la norma y corregirla, no es razonable que se disponga la tramitación de un proyecto de ley "correctiva".
En igual sentido, el autor cuestiona que se hayan llevado a cabo rondas de consultas con especialistas, tanto en la Cámara de Diputados como de Senadores y que no se haya tenido en cuenta su opinión.
Por otro lado, Truffat , con la agudeza que lo caracteriza, formula una interesante metáfora entre las diversas realidades que vivimos los argentinos para explicar que no lo embarga ni el estupor, ni la pasión, ni el enojo de calificados colegas ante la sensación de "ruptura" que produce la ley 26.684, sin perjuicio de advertir que su texto puede considerarse, al menos, como discutible y de bajo nivel técnico.
En esta línea de pensamiento, agrega el autor citado que las leyes son “instrumentos” y como tales dependen de su uso y aplicación al "caso concreto", lo cual llevado al ámbito de la interpretación requiere poner lo mejor de sí para potenciar sus aciertos y minimizar sus yerros.
Dicho derechamente, el jurista puntualiza que “el legislador puede hacer dos cosas: a)una, tratar de encauzar a través de la ley “lo que hay”, u otra alternativa, b) ignorar el tópico y dejar el tema librado a la buena voluntad, creatividad, coraje y lucidez de los jueces.
Desde esta perspectiva, aduna que la sociedad argentina ha visto ya demasiadas veces como la clase política se sacó "las papas calientes" de las manos arrojándole el problema a la magistratura, que debió navegar –como pudo y supo- en mares embravecidos, sin referencias claras y sin elementos mínimos de navegación.”

I. 2. Ninguna realidad es dueña de sí misma.
En rigor, desde nuestra opinión para una correcta lectura de la ley 26.684 resulta pertinente no dejar de lado la historia concreta del nuevo ordenamiento, cuyos primeros proyectos nacieron en el año 2003, fueron presentados por diversos bloques en el Congreso de la Nación, sin obtenerse su posibilidad de tratamiento y siempre con una posición "negativa" de la doctrina mayoritaria que vio con "disfavor" la articulación de las cooperativas de trabajo en la continuación de la empresa fallida.
En esta línea, a partir de la modificación del art. 190 de la ley 24.522, por la ley 25.589, autorizando a las cooperativas a requerir la continuación de la explotación de la empresa en quiebra, la doctrina no buscó caminos de consenso, sino que, en general se opuso tenazmente a ésta posibilidad.
Así se acusó a los trabajadores de “tomar” las empresas y, consecuentemente, de conducir a "expropiaciones inconstitucionales" y se puntualizó que los "casos exitosos" fueron mérito de los magistrados que interpretaron sabiamente la ley.
De tal modo, pareciera que el camino del diálogo resulta sumamente difícil de lograr y que los diversos sectores en nuestra sociedad se inclinan, según sus propias opiniones, todo lo cual apareja las deficiencias legislativas que “agudamente” señalan los autores.
De todas formas, no puede ignorarse que la ley reconoce un largo camino en la realidad socioeconómica del país y, tal como se dijo, también en materia de proyectos legislativos que se frustraron, por responsabilidad de todos, y no solamente de los legisladores, hasta llegar a la actual ley 26.684.
En una palabra, si se hubiese legislado siguiendo el ejemplo de "Comercio y Justicia" hubiese sido suficiente, evitándose las demasías del actual texto legal.
Así, no se habría alterado el concurso preventivo; no se hubiese intentado modificar el salvataje; y la continuación de la explotación en la quiebra se habría articulado convencionalmente con la cooperativa, adunándose que “la compensación” hubiese sido por el “dividendo”, es decir, respetando los privilegios, arts. 206 y cons. del estatuto concursal.
No era tan difícil, se lo dijimos a los trabajadores, a los legisladores y a nuestros colegas pero tuvimos la misma suerte que “…aquella voz que clama en el desierto…”.

II. Los puntos de la reforma.
II. 1. Las modificaciones tanto en el concurso preventivo como en la quiebra
Ahora bien, entrando en la nueva normativa se sigue que los textos legales que integran la ley 26.684 impactan tanto en el concurso preventivo como en la quiebra y consecuentemente, el nuevo ordenamiento supera con creces el esquema de la continuación de la explotación de la empresa fallida por las cooperativas de trabajo .
La nueva regulación, cuyo origen estuvo en la continuación de la explotación por los trabajadores en la etapa "liquidativa", al incorporarse en el procedimiento concordatario, produce una serie de "desfasajes, contradicciones y perplejidades" que "deslucen notablemente" la reforma con una serie de preceptos redundantes y muchas veces discordantes y equivocados.
A todo evento, hemos dicho que no resulta prudente asumir una “visión apocalíptica” de la reforma y si se profundiza el estudio de su articulado, integrándolo funcional y sistemáticamente con todo el ordenamiento legal, se advierte que el nuevo plexo normativo no resulta tan “ominoso”.
En una palabra, una interpretación contextual permite "absorber" la mayoría de los errores, dejando a salvo, la nueva reformulación de la continuación de la explotación de la empresa por parte de las cooperativas de trabajo que, obviamente, sólo pueden compensar por el “dividendo” pues, esta es la norma "más favorable" a todos los trabajadores y no solamente a un grupo.
De todas formas, cabe admitir que el esfuerzo interpretativo se torna complejo pudiendo dar motivo a criterios diversos con la consiguiente inseguridad que ello aparejará para todos los sectores, en un juego de “espejos de colores” que denunciamos hace casi 10 años .
Ahora bien, la "falencia" más grave que cabe imputarle a la nueva normativa es que "crea" en el imaginario popular y, concretamente, en los trabajadores una "sensación de tutela" que no es tal y, por ello, no coadyuva a la convivencia social, dejando en manos de los jueces una ímproba labor.
En ello le asiste razón a doctrina que denuncia la “irrealidad” de la protección y será nuevamente la delicadeza de los jueces quienes deberán ”llevar” a “buen puerto” la construcción del sistema.

II. 2. Los lineamientos del nuevo régimen.

La nueva normativa legal sancionada, a lo largo de su articulado, contiene reformas en los siguientes aspectos: a) modifica los requisitos formales para la presentación en concurso preventivo; b) amplía las funciones y labores de la sindicatura concursal; c) articula un nuevo comité de control; d) reformula el régimen de pronto pago de los créditos laborales; e) intenta reformar el régimen de intereses en los créditos laborales; f) elimina la posibilidad de negociar un acuerdo colectivo de crisis y mantiene la vigencia de los contratos individuales y colectivos de trabajo aún en situación de concurso; g) reconoce derechos de información a quienes no resulten acreedores del concurso, pero son parte esencial de la empresa, como son los trabajadores; h) otorga beneficios especiales a las cooperativas de trabajo de la empresa y a sus integrantes; i) modifica el régimen de continuación de la explotación de la empresa en quiebra y el de su adjudicación durante el proceso liquidativo; y j) pretende modificar el régimen del salvataje empresario.
En otras oportunidades hemos realizado la exégesis del articulado pero, la complejidad de la reforma lleva a que, en esta oportunidad, sólo analicemos las modificaciones introducidas en materia de "salvataje", es decir, en los arts. 48 y 48 bis que reglan la segunda etapa concordataria, también llamada "período de concurrencia" en donde, los interesados en obtener la empresa deben "acordar" con los acreedores el "repago de sus créditos" y, así lograr el derecho a "adquirir" las participaciones societarias.
En una palabra, la intervención de terceros, reglada en el art. 48 es un "negocio jurídico indirecto", en el cuál los interesados en adquirir la empresa deben negociar con los acreedores el acuerdo concordatario y, luego de este paso fundamental, recién surge su derecho para que se le transfieran los títulos accionarios produciéndose el cambio de empresarios.
En síntesis, tal como enseñaba Guillermo Mosso , la empresa sigue siendo la misma, la sociedad que la explota sigue siendo la misma, todo lo que ocurre es el "reemplazo de los accionistas de la sociedad en concurso, sociedad que, inmodificada explota una empresa igualmente inmodificada".
Dicho derechamente, no hay compra de la empresa, y lo que se va a transferir se relaciona con el aspecto interno de la sociedad concursada y consiste, tal como lo hemos explicado, en la titularidad de la participación de los socios de la concursada.
A la luz de la tipicidad de la figura, cabe analizar la modificación de la ley 26.684.

III. La legitimación para intervenir en el salvataje.
III. 1. Una norma innecesaria y limitativa.
Desde esta atalaya, la ley 26.684 reformula el art. 48, y agrega un nuevo artículo bajo el N° 48 bis, que ya ha dado motivo a una dura y justificada crítica de la doctrina .
Así, la primera de las normas se limita a legitimar expresamente a la cooperativa de trabajadores para intervenir en el salvataje, aspecto totalmente innecesario, pues, con la anterior ley no había óbice alguno para que este tipo de entidad se inscribiera como “tercera interesada” para intervenir en la etapa de concurrencia, y eventualmente, obtuviese el derecho a la transferencia de las participaciones societarias.
Ahora bien, cabe poner de relieve que, en la estructura legal anterior, los trabajadores debían integrar "voluntariamente" la entidad solidaria, luego obtener las conformidades de los acreedores, art. 48 inc. 4, primer párrafo, formulando la propuesta de acuerdo pertinente y, en su caso, de lograr las mayorías legales, afrontar el eventual "pago" de las participaciones societarias con sus propios recursos, previa determinación de su valor por el juez y consiguiente "reducción similar al pasivo", art. 48 inc. 7, apartado b.
Así, la jurisprudencia había dado la respuesta positiva en el caso “Franinno” , donde se homologó el acuerdo preventivo propuesto por la cooperativa de trabajo integrada por los trabajadores de la concursada, sin necesidad de ninguna reforma al efecto.
De todas formas, no coincidimos con los autores que no visualizaban la necesidad de la reforma de la ley concursal y, en este sentido, es clara tanto la opinión de Truffat como la de Gerbhardt quienes advierten con toda lucidez la necesidad de dar una respuesta legislativa concreta al fenómeno de las empresas recuperadas.
Ahora bien, una vez definida la conveniencia y oportunidad de la reformulación de la ley, el debate en la doctrina se suscita con motivo del nuevo texto que no tuvo en cuenta las opiniones de los especialistas, incurriendo en una serie de defectos y desvíos que desvirtúan seriamente el proceso concursal.
En esta oportunidad, hemos dicho, que estudiaremos la confluencia del art. 48 y 48 bis que resulta uno de los textos más "incomprensible" de las modificaciones introducidas por la ley 26.684.

III. 2. La limitación a los trabajadores de la "misma empresa".
Desde esta perspectiva, el nuevo texto legal, al reformular el inciso 1 del art. 48, habilita expresamente la inscripción como “cramdista” de “… la cooperativa de trabajo conformada por trabajadores de la misma empresa, incluida la cooperativa en formación y otros terceros interesados en la adquisición de las acciones o cuotas representativas del capital social de la concursada a efectos de formular propuestas de acuerdo preventivo…”.
Tal como se advierte del enunciado normativo, la anterior habilitación amplia que contenía la ley 24.522 ha sido "limitada a la cooperativa de la misma empresa", lo cual, demuestra que el legislador no comprendió el esquema del salvataje, reduciendo las alternativas de saneamiento empresario en una "teórica" defensa del interés de los trabajadores, pero afectando justamente el mantenimiento de la fuente de trabajo que intenta el concursamiento al articular la recomposición de las relaciones creditorias del deudor y empleador con sus acreedores.
Asimismo, como agravante se advierte que la configuración de la entidad solidaria parece corresponderse "solamente" con los trabajadores de la empresa y, no con los acreedores laborales, en una formulación contradictoria con la contenida en los arts. 189 y 190 de la propia ley 26.684.
De tal modo, si a lo dicho se le agrega el enunciado del art. 48 bis, la “perplejidad” del intérprete resulta patente pues, o se excluyen los ex-trabajadores “prontopaguistas” y demás acreedores laborales, y sólo quedan los empleados en relación de dependencia, o por el contrario, cabe recurrir a una interpretación sistemática entendiendo que ambos tipos de trabajadores pueden integrarla.
En este sentido, en el mismo Congreso de la Nación, concretamente en la Cámara de Senadores, se produce la confusión cuando entienden que la entidad solidaria está integrada por los acreedores laborales concurrentes en los términos del art. 45, como así también, con los trabajadores de la empresa concursada en una reformulación del art. 48 bis, mediante el llamado " Proyecto de ley correctivo", que tal como veremos introduce más confusión al texto sancionado.
Ahora bien, la incertidumbre llega a su "máxima expresión" al descubrir que los trabajadores “no son acreedores” y para ello, resulta necesario “convertirlos” en tales mediante el "artilugio" de un nuevo e incomprensible “distracto” de la relación laboral, más allá de los principios de buena fe y lealtad que imponen los arts. 62, 63 y concordantes de la ley 20.744.Veamos el tema.
IV. El inasible artículo 48 bis de la ley 26.684.
IV.1. . El esquema legal.
Desde esta atalaya, el art. 48 bis dispone que el Síndico "practique la liquidación" de todos los créditos que “corresponderían” a los trabajadores "inscriptos" por las indemnizaciones previstas en los arts. 232, 233 y 245 de la Ley de contrato de trabajo, estatutos especiales, convenios colectivos o que hayan acordado las partes y que las acreencias así liquidadas podrán "hacerse valer" para intervenir "en el procedimiento del artículo anterior."
El artículo prosigue señalando que “...Homologado el acuerdo correspondiente, se producirá la disolución del contrato de trabajo de los trabajadores inscriptos y los créditos laborales se transferirán a favor de la cooperativa de trabajo convirtiéndose en cuotas de capital social de la misma. El juez fijará el plazo para la inscripción definitiva de la cooperativa bajo apercibimiento de no proceder a la homologación. La cooperativa asumirá todas las obligaciones que surjan de las formalidades presentadas...”.
Las preguntas que se derivan del texto legal son realmente incontables y lo que es evidente "incontestables", es decir, dicho en términos de Ariel Dasso es un problema de lógica, simplemente de "la porfiada lógica".

IV. 2. Una doble categoría de trabajadores.
Así, por un lado, se advierte "una primera diferenciación" entre trabajadores "inscriptos" en la cooperativa y aquellos que no lo han hecho, por lo que se mantienen en "relación de dependencia" con la concursada.
Esta primera doble categorización ha sido puesta de relieve por Vítolo con meridiana claridad, expresando que se coloca "en disputa" a los propios interesados en torno a la eventual prevalencia de sus derechos laborales y a la propia suerte de la empresa.
En consecuencia, resulta patente que no es lo mismo seguir como empleados de la concursada “apostando” a que la empresa obtenga el concordato, que integrarse en una entidad que competirá con aquella para suplantar al titular de la sociedad en la explotación del emprendimiento.
En una palabra, entre quienes han sido compañeros habría un tratamiento "dual" que implicaría una indebida "tensión" y que no se justifica por el principio de la ley más favorable al trabajador que ambos grupos pueden invocar.
De tal modo, la cooperativa integrada por ex-trabajadores de la empresa podría convertirse en empleadora de sus ex-compañeros: “todo un desatino” a la luz de la tutela del derecho laboral, más allá de la eventual viabilidad de que la entidad pueda tener empleados en relación de dependencia.
En esta línea, otro aspecto realmente decisivo es la imposibilidad de conocer con certeza cuáles son los trabajadores denominados "inscriptos" y que, indudablemente, más allá del texto de la ley 20.337 refiere a aquellos empleados que han optado por incorporarse a la cooperativa, es decir, se trata de "iniciadores asociados", a cuyo fin, la cooperativa de trabajo deberá acompañar una certificación "del listado" de la aludida inscripción y que deberá ser "cotejada" por el síndico y el juez a los fines de la liquidación de las acreencias que dispone el art. 48 bis.
A todo evento, surge la pregunta relativa a la fecha de corte que debe tener en cuenta el síndico para calcular los créditos que "corresponderían", como así también, si es factible mantener la doble condición de asociado cooperativo y empleado de la misma empresa.

IV. 3. El eventual pasivo a favor de los trabajadores.
En esta inteligencia, la formulación legal pareciera configurar una especie de “resolución y/o disolución" de la relación laboral que se concretaría finalmente al homologarse el acuerdo con la cooperativa pero que, en realidad, se habría producido cuando los trabajadores se inscribieron como integrantes de la entidad, todo lo cual nos deja sin una fecha de corte nítida y definida.
A todo evento, pareciera razonable tomar entonces como "data" para el cálculo del pasivo a la de la homologación, atento a que la ley señala que en esa oportunidad se produce la disolución del vínculo laboral, sin perjuicio que, previamente, el juez deberá haber emplazado a la entidad para que se inscriba definitivamente, como condición de dicha homologación.
Toda una contradicción pues, la cooperativa “cramdista” se encuentra integrada por asociados que siguen siendo trabajadores de la empresa: "el juego a dos puntas" viola el principio de buena fe, como directriz central de todo el ordenamiento jurídico patrio, que indudablemente resulta plenamente vigente en materia concursal y laboral.
Desde otro costado, cabe preguntarse que sucede ante la eventual frustración del salvataje por parte de la cooperativa y la situación en que quedarían dichos trabajadores asociados, que ya integran la entidad inscripta.
Tal como de advierte, tanta “tutela” implica, en realidad, la desprotección de los derechos laborales que se dice defender y cabría afirmar que, en rigor, la disolución del contrato laboral queda sin efecto, manteniéndose la relación de empleo.
En este sentido, Vítolo habla de créditos "simulados" al referirse a la liquidación del pasivo que correspondería a los empleados y se pregunta cómo va a distinguir la ley entre trabajadores inscriptos y no inscriptos, puntualizando que a todas luces, la regulación legal no da respuesta a los múltiples interrogantes que se plantean sobre la integración de la cooperativa.
El jurista citado afirma que la simulación de los créditos implica una verdadera "invención" para alterar artificialmente la base de cálculo del pasivo concursal con el propósito de modificar el régimen legal de mayorías, art. 45 de ley 24.522.
En esta línea, hemos dicho que el "Correctivo del Senado" intenta reformular el artículo expresando que: "... En caso que, conforme el inciso 1 del artículo anterior, se inscriba la cooperativa de trabajo – incluida la cooperativa en formación-, el juez ordenará al síndico que practique: a) liquidación actualizada de todos los créditos laborales impagos, que se encuentran incorporados al pasivo de los trabajadores inscriptos; b) liquidación que correspondería a los trabajadores inscriptos por las indemnizaciones previstas en los artículos 232, 233 y 245 del Régimen de Contrato de Trabajo aprobado por ley 20.744, los estatutos especiales, convenios colectivos o la que hayan acordado las partes. Los créditos así calculados podrán hacerse valer para intervenir en el procedimiento previsto en el artículo anterior".
En una palabra, el texto reformulado desnuda la confluencia en la cooperativa de los acreedores laborales que han tenido que verificar su crédito, a los cuáles se suman los que "supuestamente" le corresponderían a los trabajadores que se mantienen en relación de dependencia.
De tal modo, ni el nuevo artículo vigente, ni el "correctivo" del Senado arrojan luz sobre la "cuestión nodal" referida a la viabilidad o no de la disolución de la relación laboral y del "doble carácter" de empleados y asociados cooperativos que tendrían los integrantes de la entidad solidaria.
En este sentido, Miguel Rubín cuestiona, con notable agudeza, éste aspecto de la ley, advirtiendo que establece la disolución del contrato de trabajo sin tener en cuenta los arts. 226, 229 y concordantes de la ley 20.744 que requieren la conformidad del trabajador.
De tal modo, resulta evidente que encontrándonos en plena etapa concordataria los trabajadores se encuentran en relación de dependencia y no se visualiza "causal" que justifique el “distracto” laboral que ordena la norma en orden a los trabajadores inscriptos.
Por el contrario, lejos de tutelar a los empleados, la norma crea una notable confusión violando el bloque de juridicidad laboral y el propio plexo concursal.

IV. 4. La inviabilidad de la resolución de los contratos de trabajo.
En esta inteligencia, cabe puntualizar que el legislador no ha tenido en cuenta que el salvataje o “cramdown” no implica una "transferencia del fondo de comercio" que habilite el "despido indirecto" y, consecuentemente, le asiste razón a la doctrina que cuestiona la disolución de la relación laboral que dispone la norma en orden a los trabajadores inscriptos en la cooperativa y máxime el derecho a la liquidación de un crédito por indemnizaciones cuando, en realidad, la integración de la entidad solidaria se realiza voluntariamente, lo que deja sin causa los pretendidos créditos.
Así, cabe ratificar que no se configura causal de despido indirecto, por lo que le asiste razón a Dasso cuando argumenta sobre "la creación de un pasivo inexistente" y a Vítolo cuando habla de "créditos simulados".
En igual línea de pensamiento, Rubín se pregunta si lo que la ley pretende es que se los considere despedidos, aún en contra de su voluntad y, en su caso, qué debe entenderse por acreedores “inscriptos”, todo lo cual permite advertir que nos encontramos frente a una norma contradictoria y, por ende, ininteligible que viola el principio de razón suficiente que enseña, con claridad meridiana, que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo.
Dicho derechamente, la etapa concordataria, ni aún cuando se esté en el período de salvataje, constituye causal de disolución de los contratos laborales, tal como lo pretende el art. 48 bis de la ley 26.684.
En realidad, la norma al agredir la vigencia del contrato de trabajo, se aparta del principio de buena fe, artículo 63 de la ley 20.744, que exige que las reglas de lealtad y probidad se cumplimenten durante todo el desarrollo de la relación laboral, afectando los derechos de los trabajadores y de la empleadora concursada.
Un verdadero “dislate” que no protege a nadie.

V. La confusión entre la quiebra y el concurso.
V. 1. Las diferencias entre el régimen falencial y el remedio preventivo.
Desde esta atalaya, el legislador ha confundido la situación concursal con la de la quiebra, en donde justamente, el carácter liquidativo de este último proceso implica la realización de los bienes y disolución definitiva de la sociedad empleadora.
De allí, el régimen específico de resolución de los contratos de trabajo de la fallida, arts. 196 a 199 de la ley 24.522.
En esta línea, resulta patente que la quiebra habilita la "resolución" de la relación laboral y de allí, que todos los trabajadores pasan a ser acreedores, y a tener derecho a la indemnizaciones derivadas de dicha vinculación que se extingue definitivamente con la enajenación de la empresa, art. 199 de la LC.
Va de suyo que en la falencia se explica perfectamente la conformación de la cooperativa de trabajadores, integrada por los acreedores de este tipo y los empleados, y todos pueden hacer valer las acreencias derivada de la resolución del contrato que implica la enajenación de la empresa, incorporándose como "asociados cooperativos" y tornando, en este caso, inaplicable los arts. 196 y 197 de la LC, aspecto que en rigor no es una inaplicabilidad estricta, sino una "conversión" de la resolución en un nuevo vínculo asociativo.
De tal modo, si no se decide la continuación de la explotación se resuelven los contratos a la fecha de la quiebra, si se continúa a cargo del síndico sólo se “reconducen parcialmente” los de los trabajadores que este funcionario elija y, si quien prosigue es la cooperativa de trabajo los contratos de trabajo se resuelven pero, los trabajadores pasan a ser “asociados iniciadores” de la entidad solidaria.

V. 2. Un régimen particular.
Por el contrario, una situación absolutamente disímil se configura en el concurso preventivo, que no permite reglar una causal de distracto del contrato de trabajo pues, se violentan directrices fundantes de todo el orden jurídico, arts. 1198 y 1071 del Código Civil y 63, 90 y concordantes de la ley 20. 744.
Como agravante, se advierte que lo que se pretende es una disolución "condicional", art. 528 del Código Civil, sujeta a que la cooperativa con los trabajadores inscriptos obtenga el acuerdo y éste resulte homologado.
En una palabra, una cosa es otorgar el derecho a competir a los trabajadores, y otra establecer un distracto condicional pues, o se es empleado, o se es asociado cooperativo y esta decisión no depende de la homologación del acuerdo.
V. 3. La determinación del pasivo laboral.
A la luz de lo que venimos explicando se sigue que el art. 48 bis reglado por la ley 26.684 es una norma cuestionable y de dudosa constitucionalidad.
En efecto, aún cuando fuese posible que el síndico liquidara los créditos de los trabajadores, como si estos estuvieran despedidos indirectamente, se estaría “creando” una alternativa de "ruptura de la relación laboral" que contradice la propia ley 20.744.
Además, estos créditos serían en rigor “posconcursales”, aún cuando Vítolo dice que se produce una "verificación oficiosa" que contraría las pautas de los arts. 32 y concordantes del propio estatuto concursal.
En una palabra, el afán de otorgarle recursos a los trabajadores viola un principio de buena fe en la relación de trabajo y la lealtad que debe existir entre empleador y sus dependientes.
De tal manera, se advierte el error de “traer” el esquema de la quiebra, que produce la resolución del contrato de trabajo, cuando se cumplen los 60 días que establece el art. 196, al esquema concursal donde la continuidad de la empresa implica la plena vigencia de la relación laboral y el respeto de la ley 20.744 para ambos polos de aquella.

V. 4. Los créditos “desatractados”.
A todo lo dicho se suma, el carácter impracticable del cálculo requerido a la sindicatura pues, tal como lo advierte el “correctivo” del Senado existen acreedores laborales y trabajadores, es decir, se dan dos situaciones diferentes, sin perjuicio de lo cual, la modificación que propone dicha sala del Congreso de la Nación sigue incurriendo en el error de no advertir que el distracto “forzoso” de la relación laboral de los empleados de la concursada no resulta viable en la etapa concordataria.
A su vez, los acreedores laborales que no hayan obtenido el pronto pago se encontrarán “desatractados”, litigando en su propio fuero y hasta que no exista sentencia judicial del juez laboral, será muy difícil estimar el monto que les corresponde.
En efecto, los juicios de conocimiento de naturaleza laboral tendrán cada uno su propia contienda y el conflicto judicial debe ser resuelto por el juez laboral, por lo que, no corresponde que el síndico formule estimación alguna.
Dicho derechamente, pareciera que el art. 48 bis le otorga a la cooperativa de trabajo en esta etapa un alcance subjetivo diferente al que pautan los arts. 189 y 190 para la quiebra, limitándolo a los empleados, en una contradicción normativa que se sigue de este intento de "traer" soluciones de la falencia a la etapa concordataria.
En fin, el art. 48 bis. pretende articular un pasivo laboral de improbable estimación, lo que torna inviable la aplicación de la norma.

VI. La improcedencia de la compensación.
Desde otro costado, aparece un último inconveniente absolutamente insalvable cual es la inviabilidad de “hacer valer” estos créditos en el salvataje.
En efecto, hemos dicho que la compensación es imposible, al no configurarse la hipótesis reglada en el art. 818 del Código Civil, pues los acreedores laborales, sean extrabajadores o actuales dependientes, no son acreedores de los socios, sino de la concursada.
En consecuencia, no se concreta una alternativa de compensación y estos eventuales créditos “no podrán hacerse valer” en el procedimiento del art. 48 ni para pagar a otros acreedores, ni para afrontar las participaciones societarias.
El legislador ha confundido el “salvataje” con la continuación en la quiebra, sin advertir las diferencias.
Va de suyo que en la quiebra se puede “comprar"; "rectius": adquirir la empresa con créditos líquidos y exigibles, pues, quien recibe es la deudora fallida que enajena el emprendimiento, cuestión totalmente distinta a lo que sucede en el concurso, en donde se transfieren las participaciones societarias.
De tal modo, si lo que se intenta es una compensación de créditos, ésta resulta impracticable y el grado de imposibilidad torna inaplicable el esquema del enunciado normativo sin necesidad de declaración de inconstitucionalidad, más allá de que ya hemos cuestionado la pretensión de crear un “pasivo condicional” que afectaría a la concursada sin causa ninguna y cuya concreción carece de sentido.
En fin, una norma contradictoria, de complejo cumplimiento para la sindicatura y que, lejos de favorecer el “salvataje”, introduce una serie de confusiones conceptuales que van a aparejar sin dudas su cuestionamiento constitucional.

VII. La alteración del esquema concordatario.
VII. 1. La pretensión de "hacer valer" los créditos.
De todo lo dicho se sigue que la previsión del art. 48 bis cuando señala que dichos créditos "se hacen valer en el procedimiento del salvataje" implica un precepto que no se condice con la negociación propia del sistema de concurrencia.
De tal modo, el precepto en estudio deviene “ininteligible” pues, los créditos "condicionales" que se pretenden devengar no pueden utilizarse para compensar el valor positivo de las participaciones societarias ante la "inexistencia" de créditos recíprocos, todo lo cual impide el funcionamiento de dicho instituto de conformidad al art. 818 del Código Civil.
En efecto, dicha interpretación sería claramente inconstitucional por afectar el derecho de propiedad de los socios o accionistas.
Igual afirmación cabe realizar si lo que se intenta es compensar con los otros acreedores concursales.
Desde otro costado, si lo que se pretende es que dichas acreencias futuras de los trabajadores se apliquen al cómputo de las mayorías, art. 45 de la ley concursal, ello implicaría una alternativa absolutamente inviable en atención al nacimiento “posconcursal” de este nuevo pasivo.
VII. 2. Apostillas "particulares".
A todo lo dicho, se suma el tercer párrafo del art. 48 bis, en cuanto dispone que: "...el Banco de la Nación Argentina y la AFIP, cuando fueran acreedores de la concursada, deberán otorgar las respectivas conformidades a las cooperativas y las facilidades de refinanciación de deuda, en las condiciones más favorables vigentes en sus respectivas carteras...".
La doctrina ha cuestionado el texto aludido expresando que se afecta la autonomía y autarquía de la entidad bancaria, como así también, la reglamentación fiscal que establece la prohibición de conceder quitas y que tiene su propio régimen para las empresas concursadas.
En este aspecto, cabe puntualizar que puede entenderse la necesidad de "reconvertir" la conducta totalmente inapropiada de este tipo de entidades, que lejos de coadyuvar a las empresas en crisis, se niegan a otorgar las conformidades afectando el saneamiento de las empresas que busca la ley concursal.
Además, tal como sucede con la AFIP, se sigue privilegiando a la entidad fiscal, con un régimen propio que culmina en la imposición de su propio plan de pagos, todo lo cuál ha conducido a su “categorización oficiosa” o “exclusión” de la base de cómputos, cuando en el derecho comparado este tipo de créditos "se subordina" al plan de repago del los otros acreedores integrantes del pasivo concursal, facilitando el saneamiento empresario.
Ahora bien, no cabe duda alguna que esta reconversión no puede realizarse alterando el "principio paritario", tal como lo hace el actual art. 48 bis, que impone la obligación de dicha entidades de prestar las conformidades sólo a la cooperativa de trabajadores, violando el art. 48 inc. 4, cuando establece que en el período de concurrencia o salvataje, los "cramdistas" compiten "en los mismos plazos y sin ninguna preferencia con el resto de los interesados oferentes.
En una palabra, la negociación concordataria implica la igualdad de todos los interesados en orden a obtener las conformidades de los acreedores, incluidas las entidades oficiales aludidas, pues, de lo contrario, las preferencias violan el principio de colectividad y “pars condicio creditorum”, afectando derechamente el debido proceso legal, arts. 16 y 18 de la Carta Magna.
Va de suyo que el Banco de la Nación y la AFIP, al ser normalmente acreedores privilegiados sólo intervendrán en la negociación por “su porción quirografaria”, y la conformidad alcanzará a dicho tipo de créditos, todo lo cuál demuestra la desigualdad establecida y la confusión sobre la necesidad de rearticular el negocio concordatario.
Dicho derechamente, esta obligación, pese a sus buenas intenciones, lo único que consigue es desarticular la negociación concursal y, consecuentemente, resulta inviable.

VIII. Algunas conclusiones
De todo lo dicho se sigue que le asiste razón a Dasso cuando afirma que el art. 48 bis pone al esquema del salvataje en crisis pues, la sociedad deudora queda expuesta a un régimen de concurrencia en donde sus propios empleados pueden competir en contra de ella, siempre que se inscriban en la cooperativa de trabajo, por lo que, a la postre se logra un resultado contrario al régimen de intervención de terceros.
Desde esta inteligencia, el art. 48 bis de la nueva ley 26.684 deviene inconstitucional porque atenta contra el derecho de propiedad de los acreedores concursales y de la propia concursada (art. 17 CN).
En síntesis, corresponde concluir parafraseando a Héctor Alegría cuando en el Senado expresó que para el art. 48 bis "no tenía solución".
El conocido jurista tenía y tiene, énfasis añadido, toda la razón. Este precepto no debió integrar la nueva ley, tal como también lo requerimos.

IX. Una propuesta de solución.
A esta altura de las circunstancias, e intentando respetar el espíritu de la reforma, y consecuentemente, salvar las inconstitucionalidades que afectan al régimen de la ley 26.684, cabe apartarse del "correctivo" del Senado, proponiendo la sanción de una ley sumamente breve pero definitoria de los aspectos centrales, que devuelvan el equilibrio a la legislación concursal.
Así, lo que debe postularse es que la Cámara de Diputados y de Senadores aprueben un texto legal que conste solamente de dos artículos, a tenor del siguiente texto:

Artículo 1: Derógase el artículo 13 de la ley 26.684, dejando sin efecto el artículo 48 bis.
Artículo 2: Incorpórase como tercer párrafo del art. 203 bis, texto según artículo 27 de la ley 26.684, un párrafo que señale que “ A los fines de la compensación el monto de las acreencias laborales, devengadas de conformidad al art. 245 de la LCT, debe articularse conel valor de tasaciónde la empresa, art. 205 inc. 1 y, consecuentemente, la capacidad de pago de la cooperativa deviene del dividendo proporcional que debe calcular el síndico”.
Artículo 3: De forma.

Tal como se advierte, el proyecto de ley al derogar el art. 48 bis, deja a salvo todas las demás reformas introducidas en materia concordataria, como así también la legitimación de la cooperativa para ser "cramdista" pero elimina las inconsecuencias y contradicciones insalvables del art. 48 bis.
Desde otro costado, también asegura la constitucionalidad de la compensación en la quiebra, al reglarse que la capacidad de pago de la cooperativa lo es por el dividendo proporcional, lo que implica el respeto de los privilegios de los acreedores de mejor de derecho art. 206, como así también del reparto paritario que implica el dividendo falencial, art. 239, 247, 249 y concordantes de la ley 24.522.
En síntesis, es de esperar que tanto la doctrina como los legisladores encuentren la vía de dialogo que permita sanear la ley 26.684 devolviendo el equilibrio al régimen concordatario y asegurando la adecuada defensa de los trabajadores, sin menoscabar la figura de la cooperativa de trabajo.


10/08/11 – A publicarse en La Ley