viernes, 25 de noviembre de 2011

ARTICULO - LAS REMUNERACIONES DEL FALIDO

Las remuneraciones que recibe el quebrado no-comerciante por su trabajo no están sujetas al desapoderamiento.

Miguel Eduardo Rubín

1.- Un prejuicio que se arrastra hace bastante tiempo.
Buena parte de la Doctrina y de la Jurisprudencia considera que los ingresos del deudor no-comerciante motivados por su trabajo, desde que se dicta la sentencia de quiebra y hasta la rehabilitación, salvo una porción que puede destinar a su propia alimentación y a la de su familia, deben ser absorbidos por la quiebra.
Los fallos que sobre esta materia aparecen con alguna frecuencia en los repertorios jurisprudenciales repiten ciertas fórmulas que fatalmente caen en los mismos errores interpretativos.

2.- El derecho a la remuneración sólo puede ser restringido por una disposición legal expresa, no por vía interpretativa.
El derecho a trabajar , dice nuestra Constitución Nacional en el art. 14 bis, es protegido “en sus diversas formas”. Por lo tanto el amparo legal se entiende al trabajo autónomo .
Como veremos más adelante, igual resguardo recibe de los tratados internacionales ratificados por nuestro país.
Pero tal derecho sería ilusorio si el trabajador se viera privado del pago de sus servicios . Por eso el art. 10 inc. 1º del Convenio nº 95 de 1949 O.I.T. relativo a la protección del salario , establece que el salario no podrá embargarse o cederse sino en la forma y dentro de los límites fijados por la legislación nacional.
Hasta el trabajo carcelario (que es considerado un deber y un derecho de los condenados) debe ser remunerado (art. 107 de la ley 24660) .
Por eso los regímenes legales del Derecho Comparado que permiten el embargo de los ingresos del fallido (persona física) por parte de la quiebra lo establecen expresamente. Así ocurre, por ejemplo, con el procedimiento de insolvencias privadas alemana , y con el art. 76º inc. “a” de la ley de concursos paraguaya 154/69 .
En consecuencia, no existiendo en nuestro ordenamiento legal una norma específica que permita embargar la paga que reciba el fallido por su labor, de ninguna manera puede llegarse a tal confiscación por vía interpretativa .


3.- Razones históricas que explican porque las cosas son como son.
La ley 11719 regulaba exclusivamente la quiebra del comerciante y, secundariamente, la de la sociedad mercantil . Siguiendo la orientación del Derecho Continental europeo decimonónico, la Ley Castillo consideraba al fallido peligroso para el comercio, incluso antes de ser juzgada su conducta. De allí que provisionalmente lo interdictaba para llevar a cabo cualquier tipo de actividad mercantil . Tan es así que, como ocurría con la legislación concursal anterior, le reconocía al quebrado una pensión alimentaria a cargo del activo falencial .
Esa situación cambió radicalmente con la ley 19551. Ello, por dos razones:

a. Por que en lugar de las “operaciones por cuenta ajena y bajo la responsabilidad de un principal” de la ley 11719, en el art. 108 habilitó al fallido a desempeñar “tareas artesanales, profesionales o en relación de dependencia”, lo que venía a abrir la opción de trabajar por cuenta propia en un universo de actividades, salvo, naturalmente, para las que estaba inhabilitado, sea por la ley de quiebras (art. 244) o por leyes especiales ; y
b. Por que, a diferencia de lo que ocurría con la Ley Castillo, el régimen de 1972 (aunque mantuvo la Calificación de Conducta) no hacía ningún distingo entre los quebrados a quienes se les calificaba la conducta como “casual”, “culpable” o “fraudulenta”, lo que demuestra que el derecho de trabajar y percibir la correlativa remuneración no tenía ninguna relación con la inhabilitación falencial. Por lo tanto, el quebrado, aunque se le calificara la conducta de “culpable” o “fraudulenta”, tenía el derecho de trabajar ejerciendo una profesión u oficio, a menos que –insisto- tal actividad sea alguna de las expresamente prohibidas por la propia ley de quiebras (v.gr. ejercer el comercio) o por una ley especial.

Todo parece indicar que el legislador compensó la derogación del derecho del fallido a recibir la pensión alimentaria de su propia quiebra con la consa-gración de ese ensanchamiento de las alternativas laborales y con el implícito derecho a percibir el cien por ciento de la remuneración.


4.- La ley bien entendida y el estigma del derecho “imposible”.
La tesis de la expropiación de las remuneraciones del fallido también es fruto de ciertos errores en la exégesis de los arts. 104, 107 y 108 LCQ. Esos yerros provienen de dar a esos dispositivos legales una forzada interpretación literal.
Para entender cabalmente el sentido de lo que dice la ley en esos artículos hay que comenzar por revisar las versiones anteriores del mismo instituto.
Hasta comienzos de la década del 80’ el ordenamiento concursal argentino estaba previsto sólo para los comerciantes, sean personas físicas o jurídicas. Tanto las dos primeras ediciones del Código de Comercio como la ley de Quiebras de 1904 tenían rémoras de los métodos de depuración del mercado originadas en el medioevo, las que incluían el inmediato encarcelamiento del fallido, incluso antes de ser juzgado.
En ese sentido, la ley Castillo, en alguna medida, procuró humanizar aquel sistema permitiéndole al quebrado desempeñarse en “labores auxiliares del comercio”, pues, se suponía, que esa era la única forma que los comerciantes sabían ganarse la vida.
Como acabamos de ver en el capítulo anterior, la ley 19551 vino a dar otro paso adelante.
Pero el régimen concursal argentino fue objeto de una honda transformación a través de la ley 22917 , reforma que, en esta materia, no fue suficientemente valorada. La referida normativa decidió que la Ley de Concursos fuera aplicada –también- a los deudores no-comerciantes, quienes, hasta ese entonces, eran sometidos al arcaico “concurso civil”.
Ello, para algunas cuestiones, representó un avance para tales deudores no-comerciantes; pero, al mismo tiempo, al aplicarles ‘in totum’ las normas sobre inhabilitación de los comerciantes, vino a implantar una serie de desajustes que padecen hasta estos días.
En efecto, que los fallidos no-comerciantes puedan trabajar en relación de dependencia o de manera autónoma, en la medida que nada de ello importe actividad comercial (como predicaba el art. 108 LCQ) les resultaba beneficioso, pues, para estas personas, trabajar de lo suyo normalmente es ajeno al ejercicio del comercio y demás actividades prohibidas por las vetustas inhibiciones falenciales. De ese modo, al menos en lo que hace a los quebrados no-comerciantes, el ordenamiento concursal por fin venía a estar a tono con la Constitución Nacional en tanto garantizaba el derecho de trabajar, y con los fines humanitarios del art. 3878 CCiv , pues procura que el deudor pueda vivir decorosamente.
Pero la ley 22917 al extender la vigencia de las normas del plexo concursal mercantil a los no-comerciantes les trajo aparejado un sorpresivo recorte a sus derechos, ya que las reglas sobre “desapoderamiento” e “inhibiciones” ideadas para los mercaderes pasaron a afectar también a quienes no lo eran.
En ese sentido, bien vale preguntarse ¿por qué quien nunca ejer-ció el comercio, por el solo hecho de caer en quiebra, debe verse privado de hacerlo en el futuro? Para colmo, tal interdicción, que claramente configura una sanción penal , afecta al fallido aunque no hubiera incurrido en delito alguno.
El problema central lo generaron las palabras que remataban el primer párrafo del art. 108 de la ley 19551: “sin perjuicio de lo dispuesto por los artícu-los 111 y 112, inciso 2”. Volveré sobre el particular.

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La ley 24522, aunque terminó con la Calificación de Conducta, con técnica que ha dado lugar a severos cuestionamientos , mantuvo la lista de inhibi-ciones que, con mínimas variantes, venía en la Ley Castillo.
Todo parece indicar que el legislador de 1995, si bien intentó dar un alivio al quebrado permitiéndole una más o menos rápida rehabilitación y la posibi-lidad de ganarse su sustento inmediatamente , no pudo terminar con aquellos lastres del pasado . Ello explica que el art. 104 LCQ mantuviera, casi a la letra, el texto del art. 108 de la ley 19551 , pues lo único que modificó fue el reenvío a los arts. 111 y 112 inc. 2° que, por haberse alterado la numeración de las normas, pasó a ser a los arts. 107 y 108 inc. 2º.
Por lo tanto, hasta nuestros días, el fallido no-comerciante sigue preso de las mismas inocuas restricciones sobre sus derechos que aquejaron (y siguiendo haciéndolo) a los comerciantes durante casi ciento cincuenta años.

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¿Qué quiere decir aquello de “sin perjuicio de lo dispuesto por los arts. 107 y 108 inc. 2", palabras con las que concluye el primer párrafo del art. 104 LCQ? Veamos:

• El art. 107 LCQ establece que “El fallido queda desapoderado de pleno derecho de sus bienes existentes a la fecha de la declaración de la quiebra y de los que adquiriera hasta su rehabilitación”.
• Y el art. 108 LCQ determina que “Quedan excluidos de lo dispuesto en el artículo anterior: 2. Los bienes inembargables”.

Como vimos, hay quienes piensan (insisto: sin dar más fundamento que una forzada interpretación de las normas) que el derecho del quebrado a trabajar que establece el art. 104 LCQ tiene el límite que marcan los arts. 107 y 108 inc. 2, o sea que el fallido conserva el poder de disposición y administración de su retribución o salario, pero sólo en la porción de la inembargabilidad delimitada por la ley . Se trata, como veremos a continuación, de una visión totalmente inadecuada de los citados dispositivos legales.
En primer lugar, ni el art. 104, ni el art. 107, ni el art. 108 LC, ni ningún otro del ordenamiento falencial establecen que la remuneración por el trabajo del fallido debe ser apropiada -total o parcialmente- por la quiebra, ni la mentada “porción de la inembargabilidad”, ni la de “embargabilidad”.
Es cierto que, respecto de los asalariados hay una cantidad de dispositivos legales que establecen que determinadas remuneraciones son inembargables. Sin embargo, esas normas están previstas para los sujetos in bonis, no para los fallidos .
Y en el caso de los trabajadores autónomos la situación es aún más disparatada por que, aunque sus remuneraciones también tienen carácter alimentario , no hay ninguna regulación jurídica que prescriba que son embargables ni inembargables, ni para cuando esas personas están in bonis, ni para cuando están quebradas. Ello pone a quienes son partidarios de la retención de las remuneraciones del fallido no-dependiente a favor de la quiebra en un serio brete (dificultad que ni siquiera mencionan en sus estudios sobre este tema) pues se encuentran huérfanos de jus-tificación legal.
Además no pueden explicar como debiera obrarse cuando el falli-do no tiene ingresos regulares, y, por lo tanto, en un mes cobra una cantidad, en otro mes otra, y en algunos muy poco o nada .
Ante tal orfandad legislativa en algunos casos los jueces han dis-puesto la apropiación parcial de tales remuneraciones y en otros no. De ese modo es común que se filtren violaciones a los principios constitucionales de igualdad ante la Ley y de legalidad.

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Volvamos un poco atrás para poner la lupa sobre lo que realmente dice la Ley. Aunque de defectuosa redacción, el art. 107 permite inferir que hay dos grupos de bienes del deudor que la quiebra puede liquidar para pagarle a los acreedo-res :

a. Los “bienes existentes (se entiende: en el patrimonio del quebrado) a la fecha de la declaración de la quiebra”, concepto que no genera conflicto; y
b. Los “…que adquiriera hasta su rehabilitación”.

¿Qué quiere decir esto último? Adquirir, desde el punto de vista jurídico, significa incorporar al patrimonio el dominio u otro derecho real sobre una cosa, sea a cambio de un precio (adquisición onerosa), o por una liberalidad (como ocu-rre con la donación o el legado) o por prescripción.
¿Pero qué ocurre con lo que cobra el fallido por su trabajo en los términos del art. 104 LCQ? Ciertamente no podemos afirmar que la remuneración la “adquiere” a título gratuito ni por prescripción.
Entonces, ¿podemos decir que el fallido “adquiere” su salario a tí-tulo oneroso? Etimológicamente y desde el sentido común, no. De ninguna manera puede sostenerse que el trabajo es el “precio” de la remuneración; ni, mucho menos, que esta es “adquirida” por el fallido ya que, después del desapoderamiento, legalmente, se supone no cuenta con bienes que le permitan pagar.

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La verdad es que la remuneración generada por el trabajo del fa-llido no puede ser apropiada por la quiebra. Este principio tiene un substrato finalista y hasta lógico, el que se detecta inmediatamente al buscar una respuesta sensata para este interrogante: ¿qué clase de derecho a trabajar estaría consagrando la Ley de Concursos si, simultáneamente, estaría privando al fallido de la mayor parte de su retribución?
Despojar al quebrado de la paga generada por su servicio evidentemente sería tanto como someterlo a una especie de esclavitud o servidumbre expresamente prohibidas por el art. 6 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), aprobada por ley 23054, norma que, en el inc. 2º, dispone que “Nadie debe ser constreñido a ejecutar un trabajo forzoso u obliga-torio” .
Vale recordar que el art. 2 del Convenio nº 29 relativo al trabajo forzoso u obligatorio adoptado por la Conferencia General de la Organización Interna-cional del Trabajo el 28/07/1930 (ratificado por nuestro país el 14/03/1950) establece que la “expresión trabajo forzoso u obligatorio designa todo trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente”.
A su vez, tal modo de ver las cosas nítidamente violaría:

• La Declaración Universal de Derechos Humanos que, en su art. 14 párrafo 2º dispone que “Toda persona que trabaja tiene derecho de recibir una remuneración que, en relación con su capacidad y destreza, le asegure un nivel de vida conveniente para sí misma y su familia” . Por lo tanto, mal podría la Ley suprema asegurarle al fallido el derecho a una remuneración para que, inmediatamente después, se la quiten; y
• El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales del 19/12/1966, aprobado por ley 23313, que en su art. 6 ap. 1º determina que “Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho a trabajar que comprende el derecho de toda persona de tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente escogido o aceptado , y tomarán medidas adecuadas para garantizar este derecho”.
• El art. 7 del mismo ordenamiento que estatuye que “Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona al goce de condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias que le aseguren en especial: ii) Condiciones de existencia dignas para ellos y para sus familias conforme a las disposiciones del presente Pacto” .

Vale recordar que, según lo prescripto por el art. 75 inc. 22 CN, los tratados y convenciones tienen jerarquía superior a las leyes. Así fue entendido por la Corte Suprema .
Adicionalmente el derecho a acceder a la remuneración por el tra-bajo realizado se encuentra consagrado en los arts. 1623, 1627 y concordantes CCiv y en el art. 14 CN, como lo ha reconocido la Jurisprudencia . Dichas normas, vale subrayarlo, no consagran excepciones por causa de quiebra del trabajador, de manera que mal podrían los magistrados crearlas por vía hermenéutica .
En consecuencia, cualquiera sea la interpretación dada a las disposiciones de la ley de quiebras estas siempre quedarán subordinadas a lo previsto en la Constitución Nacional y en los tratados y convenciones adoptados por nuestro país , cuyos valores debe proteger el juez concursal .

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En este punto bien podemos preguntarnos cómo congeniar enton-ces lo que dicen los art. 104, 107 y 108 LCQ. La respuesta adecuada la dio Helios Gue-rrero, siendo juez, en un fallo de la Excma. Cámara Nacional de Apelaciones en lo Co-mercial :

“La razón de permitir que el fallido pueda desempeñar su trabajo profesional se encuentra en la necesidad de que el mismo pueda afrontar no sólo su propio sustento sino, además, el cumplimiento de sus cargas legales, tales como los deberes alimentarios, pago de impuestos, contribuciones relacionadas con el ejercicio de su profesión, etc.”.
“Es decir que, en principio, sería contradictorio que el legislador permitiera la realización de actividad remunerada para esos fines y que por otro limitara los ingresos en base a una proporción de los mismos”.
“La remisión del inc. 2 del art. 108 debe entenderse efectuada en cuanto a los bienes que pudiera adquirir el fallido con los fondos de la actividad permitida y que quedarían excluidos si se tratara de bienes inembargables”.
“Nótese que el fallido se encuentra en una situación distinta a la de los sujetos in bonis para los cuales se dictó la norma que permite el embargo de una proporción de sus haberes, ya que ellos conservan la libre disposición y administración de los bienes por no estar sometidos a los efectos del desapoderamiento”.
“Por otra parte, la misma ley concursal admite la conclusión de la quiebra por pago total cuando el deudor acompañe carta de pago de sus acreedores y satisfaga los gastos íntegros del concurso, lo que presupone que el deudor se encuentre con posibilidad de ahorrar dinero proveniente del ejercicio de esa actividad permitida” .

En consecuencia, si el quebrado, antes de ser rehabilitado, adquiere nuevos bienes con lo ganado por su trabajo, y si tales bienes son embargables, entonces podrán ser ejecutados por la quiebra para cancelar los créditos falenciales.
Todo lo demás (la remuneración, cualquiera sea su importe, así como los bienes que adquiera con ella, en tanto sean inembargables) debe quedar legí-timamente en poder del quebrado.
Aquel brillante razonamiento del entonces juez Guerrero nunca fue rebatido.

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La tesis de quienes propician la confiscación total o parcial, a fa-vor de la quiebra, de las remuneraciones que reciba el fallido por su trabajo llevado a cabo antes de la rehabilitación se topa con otro contrasentido. El art. 104 segunda parte establece que la nueva actividad productiva del fallido puede dar lugar a otra quiebra .
Por lo tanto, debemos deducir que la Ley prevé la coexistencia de dos grupos de bienes: uno, para atender las deudas reconocidas en la primera quiebra, y otro, lógicamente compuesto por el dinero que obtenga el fallido como fruto de su traba-jo, el que hará frente a las deudas posteriores .
Veamos: si el fallido es un profesional, para desempeñarse de manera liberal en condiciones medianamente dignas, por lo menos debe alquilar una oficina, contratar una secretaria, conseguir algunos muebles, comprar una computado-ra , etc. Todas esas operaciones generan obligaciones: los alquileres de la oficina, el crédito para comprar la computadora, los salarios de la empleada, etc.
Como el quebrado ha sido desapoderado de sus bienes, sólo pue-de afrontar el pago de las deudas que contraiga con los ingresos de su nuevo trabajo. Si tales recursos no fueran suficientes para atender aquellos compromisos fatalmente caerá en la nueva quiebra de la que nos habla el art. 104 LCQ.
Pero si una parte de tales ingresos fuera dedicada a dar sustento a la familia del quebrado y el resto quedara afectado a la vieja quiebra, la segunda falencia que imaginó el legislador al redactar el mentado art. 104 LCQ inevitablemente quedaría sin activos de ninguna especie, por lo que el fallido fatalmente cargaría con la presunción de fraude del art. 233 LCQ.
Ello es absurdo. El ordenamiento legal no puede conceder un derecho imposible, es decir aquel que, cuando se intente ejercerlo, o resulta materialmente irrealizable, o ponga al sujeto en las puertas de la ilegalidad .


5.- Caso del fallido rehabilitado.
Si es inadmisible que el fallido sea privado de la remuneración motivada por su trabajo antes de resultar rehabilitado, mucho más lo es cuando sobre-viene tal rehabilitación.
En ese sentido la Jurisprudencia mayoritaria está conteste en que, cuando se produce la rehabilitación del fallido, cesa el embargo sobre los ingresos gene-rados por su trabajo personal . Es que “aún cuando el emolumento percibido por la relación laboral luego de la rehabilitación, en su proporción legal embargable, emane de una relación de empleo de origen anterior al decreto de falencia o concomitante al esta-do falencial, ello en modo alguno convierte a dichos bienes en un activo generador de frutos de origen pre-concursal o falencial que deba por ello persistir afectado a la satis-facción de los créditos de los acreedores del concurso con posterioridad a que haya operado esa rehabilitación .”
Vale aclarar que en el mencionado leading case “Piasek” la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial también desestimó el reclamo declaración de inconstitucionalidad de las normas de la Ley de Concursos que había efectuado la Fiscalía ante dicho tribunal.
Los principios que acabo de reseñar se han aplicado incluso en los casos de quiebras sin activo, en los cuales debe declararse la clausura del procedimiento, operando la presunción del art. 233 LCQ .
Hasta que la Corte Suprema dictó el fallo “Barreiro”, en algún ca-so aislado, la jurisprudencia capitalina aportó soluciones en sentido diverso, por cierto, nítidamente contra legem. Muestra expresiva de tales pronunciamientos fue el caso “Arguello” .
La fallida era dependiente de un hospital. Había sido propietaria de un inmueble, pero dicho bien terminó siendo subastado a raíz de una deuda hipoteca-ria. Desde la sentencia de quiebra y por más de tres años se le embargaron los salarios. Una vez que el juez de la quiebra dictó sentencia de rehabilitación, la cesante reclamó la devolución de los salarios generados entre la fecha en que debió regir la rehabilitación (al año de dictada la sentencia de quiebra) y la fecha en la que efectivamente se dispuso.
En Primera Instancia se hizo lugar a la solicitud, pero esta deci-sión fue apelada por el síndico.
Creo importante destacar que la Cámara de Apelaciones, en la sentencia que terminó resolviendo el conflicto, reconoció que no se estaba en presencia de un caso de abuso del proceso concursal por parte de la deudora, a punto tal que la quiebra había sido dispuesta a pedido de un acreedor.
A su turno dictaminó la Fiscalía de Cámara. Sostuvo (hasta donde sabemos, no hay ningún precedente en sintonía con este parecer) que “..los arts. 107 y 236 LC deben ser aplicados al caso de modo tal que los haberes del fallido devengados con posterioridad a la rehabilitación deben continuar afectados al pago de la totalidad de los pasivos y gastos concursales” y que “otra interpretación de dichas normas tornaría inconstitucional su aplicación al caso”.
Merecen destacarse algunos párrafos del dictamen:

• Refiriéndose a la tesis de la Jurisprudencia mayoritaria: “El deudor fallido recibe una especie de dádiva o beneficio gratuito por la declaración de su quiebra, ya que solamente los haberes devengados en el plazo de un año estarían afectados al pago de sus deudas”.
• “No encuentro razón suficiente para que un sujeto, que no está en quiebra, esté obligado a satisfacer con sus haberes enteramente sus deudas, y un sujeto que está en quiebra, sólo esté obligado a afectar los haberes percibidos durante un año al pago de sus deudas”.
• “… la desafectación de los haberes del fallido devengados con posterioridad a la rehabilitación es totalmente injustificada”.
• “En primer lugar, en el sub lite, no se trata de un comerciante que se ha visto privado de ejercer su actividad, sino de una empleada que percibe su sueldo mensual. Por ello, la rehabilitación no persigue ninguna finalidad en este caso, en tanto la fallida no va a reinsertarse en el mercado económico ni a retomar un emprendimiento comercial sino que va a continuar percibiendo su sueldo (del que la quiebra sólo retendrá la porción embargable). De este modo, la empleada, amparada en una figura cuya finalidad consiste en proteger a quienes hacen de la actividad comercial su forma de vida, utiliza la rehabilitación a los efectos de limitar su responsabilidad por las deudas contraídas”.
• “Una interpretación de los arts. 107 y 236 LC, según la cual la afectación de los bienes se limita al año de inhabilitación del fallido, vulnera el derecho de propiedad y el principio de razonabilidad de las leyes (arts. 17 y 28 CN)”.

El voto mayoritario del tribunal decidió revocar parcialmente el fallo de primera instancia. En síntesis sostuvo que la posibilidad que tienen los acreedo-res de agredir los bienes del deudor culmina con el decreto que dispone la rehabilita-ción.
Ambas teorías deben entenderse superadas por la doctrina sentada por la Corte Suprema en el mencionado caso “Barreiro” . Desde entonces ha quedado claro que la rehabilitación, salvo excepciones que en este punto no interesan, opera en forma automática al año de dictada la sentencia de quiebra y que, en consecuencia, la resolución judicial que dispone la rehabilitación del fallido es meramente declarativa y, por lo tanto, tiene efectos retroactivos .
Y si bien se mantienen las inhibiciones decretadas como consecuencia de la quiebra, tales medidas sólo afectan a los bienes que, hasta ese momento (subrayo: no a los futuros), están sujetos al desapoderamiento . En consecuencia, los bienes adquiridos por el fallido con posterioridad a su rehabilitación se encuentran exentos del desapoderamiento .
Si los recursos así reunidos no resultan suficientes para cancelar los créditos reconocidos en la quiebra, tales créditos se extinguirán por imposibilidad de pago (art. 888 CCiv) .
Lo propio ocurre con las remuneraciones que el fallido reciba después de su rehabilitación: seguirán siendo totalmente suyas , y, lo que es más, desde entonces cesará la obligación de poner a disposición de la quiebra los bienes embargables adquiridos con lo que hubiera recibido como retribución por su trabajo ex art. 104 LCQ.
Por lo tanto, si se hubieran dispuesto medidas cautelares que los afecten, deben levantarse de inmediato .


6.- El fallido que es nuevamente inhabilitado por ser sometido a proceso penal.
Resta ocuparnos de la hipótesis del fallido que es inhabilitado nuevamente por procesamiento penal, situación que, con justos argumentos, ha sido tildada de inconstitucional .
Esta nueva inhabilitación no tiene efecto patrimonial alguno , ya que, para lo único que es instituida es para impedir que el fallido, desde que queda firme la sentencia que la impone, ejerza el comercio o sea directivo o socio de sociedad comercial.
Es que el quebrado no vuelve a sufrir la restricción que lo afectaba antes de ser rehabilitado, es decir la de verse obligado a entregar a la quiebra los bienes embargables que hubiera adquirido con sus ingresos. Ello se debe a las diversas consecuencias que derivan del “inhabilitación” y del “desapoderamiento”, tema al que he dedicado un estudio específico .
En efecto, sin pretensiones de construir definiciones que, en general, poco ayudan a entender los institutos, podemos decir que la “inhabilitación” consiste en la prohibición legal de que el fallido se ocupe de actividades mercantiles y otras establecidas por leyes especiales; mientras que el “desapoderamiento” es el desapropio de los bienes materiales del cesante a favor de quienes sean judicialmente reconocidos como acreedores preexistentes a la fecha de la sentencia de quiebra.
El hecho de que ambos institutos sean tratados simultáneamente en el art. 107 LCQ ha motivado algún malentendido. Lo cierto es que, como agudamente se ha observado, dicha norma establece que el fallido queda desapoderado de pleno derecho de sus bienes existentes a la fecha de la declaración de la quiebra y de los que adquiriera hasta su rehabilitación, no hasta el cese de la inhabilitación .
Acontece que la inhabilitación y el desapoderamiento, aunque en algún momento transitan un camino común, cuando llega la rehabilitación, se bifurcan . Por ende, los bienes que hubiera adquirido el fallido desde la rehabilitación no podrán ser agredidos por los acreedores de la quiebra por que, en todo caso, quedarán afectados a las obligaciones que contraiga ex novo . Como bien se ha dicho, ello configura un sistema de desdoblamiento de patrimonios y de disociación de la responsabilidad por las deudas .
En consecuencia, si el quebrado vuelve a ser inhabilitado por ser sometido a proceso penal, no por ello renacerá el desapoderamiento arrastrando a los nuevos bienes para llevarlos a la vieja quiebra .
La Jurisprudencia se ha pronunciado vigorosamente en ese sentido:

El cese de la rehabilitación no tiene efectos retroactivos. Los acreedores falenciales sólo pueden cobrarse sobre los bienes adquiridos hasta el decreto que dispone la rehabilitación. Los bienes adquiridos con posterioridad al mentado decreto escapan al ámbito de la quiebra, aspecto que, si bien no está expresamente previsto en la normativa legal, deviene del sentido propio de los institutos .

Los bienes adquiridos por el fallido con posterioridad a su rehabilitación se encuentran exentos de desapoderamiento, es decir, no están afectados a la ejecución de los antiguos acreedores .

Hubo un único caso en el cual la Cámara Nacional de Apelaciones sostuvo que "...si la inhabilitación "...retoma su vigencia...", entonces hay que considerar que las consecuencias previstas por la LCQ 107 nunca cesaron. Según esta particular visión del problema “no se trata entonces de una nueva inhabilitación la que se impone al fallido, sino que, sencillamente, se actúa como si la rehabilitación nunca se hubiese verificado”. “Por lo tanto, los bienes adquiridos en esta etapa deben caer necesariamente en la órbita de desapoderamiento" .
El fallo recibió numerosas y fundadas críticas .

….

Así las cosas, el cesante puede seguir ejerciendo su profesión u oficio y disponer libremente de la paga que reciba, sea en el período que va entre la rehabilitación y la nueva inhabilitación , como la que obtenga después de ser inhabilitado nuevamente por encontrarse sometido a procesamiento penal .

martes, 8 de noviembre de 2011

ARTICULO - ACCESO AL PROCEDIMIENTO CONCURSAL

SOBRE UN ACCESO AL PROCEDIMIENTO CONCURSAL




Osvaldo J. Maffía


- I -

Iniciaremos el acceso a la declaración de quiebra con una buena, buenísima noticia, a saber, el tema resulta favorecido por publicaciones tan recientes como valiosas, ello contrastando con la escasez de obras especificas sobre el procedimiento concursal –o, más correctamente, sobre derecho procesal concursal, según enseñan las obras aludidas-, e incluso en un mismo año -2008- se publicaron, con el igual título (“Declaración de Quiebra”) los libros de Graziabile y de Baracat-Micelli. Pero ello, con ser mucho y valioso, no es todo, pues Baracat en 2004 y Graziabile en 2009 publicaron sendos volúmenes también con titulo idéntico: “Derecho Procesal Concursal”, obras casi fundacionales de esa disciplina.
Amén de afortunada, es llamativa tal coincidencia pues carecíamos de trabajos orgánicos al respecto y, en general, del tratamiento específico de ese momento tan importante del derecho concursal. El Derecho Procesal Concursal es el contexto que mejor facilita el adecuado enfoque y tratamiento de la sentencia de quiebra. Otrosí, el libro de Baracat-Micelli nos llega alhajado por un prólogo de Dasso, circunstanciado y lujoso como el autor estila. No tuvo esa suerte Graziabile.

- II -

Ferruccio Auletta –ilustrísimo el apellido- comienza su acceso al tema que nos ocupa distinguiendo “el procedimiento para la declaración de quiebra” de “la verdadera y propia declaración de quiebra” (“Commentario alla Legge Fallimentare” dirigido por Cavallini, “EGEA” 2010, p. 119). Funda el importante distingo en que el procedimiento “está dirigido a la comprobación de los presupuestos para la declaración”, no ya “de las relaciones jurídicas allegadas a tal fin por el peticionario”. Tal comprobación sólo puede seguir al “cumplimiento de los medios instructorios dispuestos de oficio” (para la ley italiana, el juicio de antequiebra es inquisitivo, lo cual se estima “coherente con la circunstancia de que la sentencia declarativa integra la condición de punibilidad de los delitos”). Ese enfoque importa a la hora de decidir si la sentencia que por un lado pone fin al juicio de antequiebra y por otro da inicio al proceso falencial, pertenece a uno u otro momento del proceso, es decir, si es la finalización del juicio de antequiebra o el inicio del proceso falencial. No atenderemos ahora ese problema.
Hemos referido con insistencia que uno de los modos legales de promover un juicio de quiebra consiste en la llamada “quiebra directa”, que puede ser forzosa –promovida por acreedor- o voluntaria, si es el propio deudor quien la peticiona. Atendamos a una sinopsis de la quiebra pedida por acreedor.

1. Se inicia la instancia mediante el pedido de acreedor o deudor, y ya veremos que el principio dispositivo en punto a apertura no excluye la inquisitoriedad del trámite sucesivo.
2. Ese pedido del acreedor es una demanda. Nuestro régimen no admite la apertura de oficio.
3. Se trata justamente de una demanda para que se abra el concurso, no para que se pague al acreedor instante.
4. Esa demanda debe satisfacer todos los requisitos rituales, incluso asistencia letrada.
5. El demandante -digamos por ahora- debe justificar su carácter de acreedor y los factores expresivos del estado de insolvencia: para ello, le incumbe exponer los hechos y adjuntar las pruebas de esos hechos que pudieran exteriorizarla.
6. El juez no puede considerar otros hechos ni atenerse a otras pruebas que los introducidos por el acreedor instante, al margen la cándida previsión del art. 83, párr.2º.
7. Si el acreedor demandante no lo insta, el trámite perime. Con buen criterio la jurisprudencia aplicó el código de procedimientos y consideró de seis meses el plazo, a pesar de que el art. 277 L.C. lo fija en tres, pero no en el concurso -que no perime-, aunque sí “en todas las demás actuaciones”. Eso significa que una vez en marcha el proceso concursal, el plazo es de tres meses. Que sea de seis en la etapa prefalencial es una prueba más de que a la sazón todavía no hay concurso
8. En caso de que el pedido del acreedor fuese rechazado, surge el problema de la imposición de costas. Las dudas sobre quién las soportaría si el deudor depositaba el monto adeudado se tradujo en jurisprudencia contradictoria, que desembocó en el plenario “Pombo”, del cual nos ocuparemos en el número XI.
9. Si procede alguna medida cautelar, podrá decretarse “a pedido y bajo la responsabilidad del acreedor” (art. 85), lo cual reafirma el carácter contencioso del trámite, regulado hasta ese momento como cosa de acreedor demandante versus deudor demandado.
10. Se acepta cada vez más que la resolución denegatoria es apelable por el acreedor instante: nueva confirmación de que aún no existe concurso, en el cual la inapelabilidad es la regla según el art. 273, inc. 3 (criterio discutido en algunas provincias). Esta viabilidad de la apelación, que no debiera cuestionarse, contribuye a reconocer la calidad de demandante en quien promueve la instancia.

- III -
Vimos en el VI, “8” que una regla pretoriana estableció que si el deudor deposita en pago –o aun a embargo- el importe del crédito invocado por el peticionario de la quiebra, el procedimiento se cierra: nuevo avatar dispositivo, malgrado lo dudoso del criterio, según el cual mientras la quiebra no fuese decretada, la afirmación de un derecho se estima neutralizado mediante un acto como el depósito, aun cuando referido sólo a un acreedor determinado.
Creemos que lo expuesto alcanza para mostrar que en nuestro régimen el trámite previo a la quiebra directa forzosa es contencioso. No empece tal conclusión la existencia de ciertas particularidades, contingentes a todo evento -por. ej. las limitaciones para desistir de la instancia (art. 87, L.C.) fácil de explicar en vista a conocidos abusos. En resumen: Grasso escribió, epigramáticamente, que el procedimiento de instrucción para la quiebra es “inquisitivo y por eso no sumario”. Ello tienta al fácil retruécano conforme a nuestro régimen lato: sumario y por tanto no inquisitivo, aunque dentro de esa sumariedad lo que más nos importa es remarcar la índole contenciosa del juicio de antequiebra.
Otro argumento contra la inquisitoriedad de la etapa que consideramos finca en las cargas que soportan los acreedores y el deudor. En concordancia con las características procesales de la instrucción prefalencial, el peticionario de la quiebra –según el art. 83- debe probar el crédito que lo asiste y los hechos que revelasen el estado de insolvencia del deudor. Ambas exigencias pueden resultar satisfechas simultáneamente –un cheque, un pagaré-, pero podría no ser así, a saber, un instrumento lo erige en acreedor, mientras que el estado de insolvencia surge de otras comprobaciones. Lo veremos en el próximo capítulo.
Si las cargas que gravan al instante de la quiebra son plurales y precisas, no menos expresivas de “contienda” son las defensas que el demandado puede articular. Así, cabe al deudor, cuando se lo emplaza en términos del art. 91, cuestionar la competencia, discutir la legitimación del demandante, probar que no se halla en estado de insolvencia, sostener que su concurso se abrió en otra sede, y varias defensas más que examinaremos en los próximos capítulos. Como se ve, bastante tema para contender dentro de los límites restringidos que la ley fija.
En VI, “1” señalamos algo que ya habíamos consignado en el cap. III, “3”, a saber, que de acuerdo con la enseñanza de Carnacini el hecho de que la instancia dependa de un interesado particular no es impedimento para que, abierta la instancia, el ordenamiento legal pueda disponer la prosecución de las actuaciones al modo inquisitivo, es decir, dispositiva la apertura, inquisitiva la disposición de medidas que al andar del propio trámite fueran pertinentes.

- IV -
Heredia (tomo 3, p. 60) transcribe un dictum de la C. Nac. Com. según el cual “no hay posibilidad alguna de una quiebra directa decretada a instancia del Ministerio Público, como tampoco de oficio dispuesta por la autoridad judicial sin petición previa” (“Irían, Julio s/ Quiebra”). Esquicio al margen, aplaudimos lo explícito del pronunciamiento, que nos lleva por rebote a la inevitable contraposición con ejemplos como el visto en el cap. VI ap. XIII: (“Aún cuando la solución no sea lo suficientemente clara…”).
Heredia refiere que algunos juristas, “bajo la vigencia de la ley 19551 postularon otra cosa (…), por ejemplo, CÁMARA se mostró partidario de la quiebra ex officio por con ella “se tutelan los derechos de los acreedores ausentes e impedidos”, se velan “por el interés general de la totalidad de acreedores; no hay peligro en la apreciación de los hechos puesto que el magistrado cuenta con facultades inquisitoriales de investigación e información; y no necesariamente la actuación oficiosa priva al deudor del derecho de promover alguna de las soluciones preventivas”.
Por su parte, Heredia estima que “no parece inapropiado ni contrario a las propias bases científicas de la quiebra (...) la admisión de la actuación oficiosa en esta materia”, haciendo referencia, entre otros fundamentos, a que “nuestro propio derecho vigente contempla un caso especial de quiebra declarada de oficio. Es el previsto por el art. 45 de la ley 21.526 referente a Entidades Financieras cuya autorización para funcionar hubiera revocado el Banco Central de la República Argentina. Según ese precepto, *no mediando petición de quiebra por el Banco Central de la República Argentina, el juez podrá decretarla en cualquier estado del proceso cuando estime que se hayan configurado los presupuestos necesarios*. Es decir, el juez puede declara de oficio la quiebra de una entidad financiera cuya liquidación judicial tramita en el Tribunal a su cargo, si advierte la presencia del presupuesto del estado de cesación de pagos” (p. 62). También Baracat y Micelli refieren casos en los que, en marcha el proceso, el Magistrado pronuncia la quiebra, pues “lo que en realidad no permite nuestro ordenamiento es la apertura oficiosa del procedimiento, aún ante el conocimiento de la insolvencia” (p.37). Veremos más adelante si los casos considerados como declaración oficiosa son realmente tales, o se explican como deber del Magistrado.
Lo que señala Heredia es correcto, aunque al andar de una causa ya abierta. El gran problema incide en la posibilidad, o no, de abrir un proceso de quiebra sin instancia de acreedor, esto es, la quiebra directa forzosa (el alterno específico, o sea el pedido voluntario de quiebra, no es ni siquiera planteable: que el juez disponga de oficio una quiebra directa voluntaria suena a contradicción en los términos).

- V -

Nosotros distamos de rechazar por completo la tesis de la apertura oficiosa de actuaciones concursales, pero que apuntaran a iniciar un juicio de antequiebra. Esto es, admitimos un auto que incluyendo las razones que lo fundaran, ordenase el traslado al candidato a quebrar, ofreciéndole la posibilidad de cuanto hiciere a su interés, incluida la promoción de actuaciones preventivas (a todo evento, así lo sostienen, con escasa diferencia verbal, quienes admiten el puntapié inicial oficioso); pero entendemos que existe una objeción o, al menos, una reserva genérica a tener en cuenta.
En efecto, la pregunta sobre la quiebra de oficio supone conferir a esa declaración un prius que notoriamente ha perdido en el mundo, a saber, la quiebra como instituto paradigmático –si no exclusivo- ante el insolvente. Cierto que fue, durante largos siglos (hasta el XIX casi íntegro) el único instituto concursal, que apareció después acompañado por un género antes inexistente cuando, en 1883, se incorporó a la legislación belga el régimen de la convocatoria de acreedores. Esa innovación llegó a nuestro país, probablemente a través de dos anteproyectos italianos, en especial el que aprobara el Senado de Italia en el año 1901 (Martín y Herrera), y se concretó en la ley 4.156, que se anexó al régimen de la quiebra del código de comercio. Fue reemplazada por la ley 11.719 de 1933, sustituída ésta en 1972 por la nº 19551 que mantenía la estructura de la anterior sin recepcionar las orientaciones fijadas desde la ley francesa del 14/julio/1967 y la Ordenanza del 23 de setiembre de ese mismo año (Cámara hizo la fatídica pregunta: “¿El legislador conocía la ley francesa de 1967?”). Como esa legislación de 1972 fue modificada apenas en detalles, no es de extrañar que hasta la ley actual del año 1995 continuara el atraso legislativo, y por lo tanto la ecuación acreedor-deudor siguiera definiendo la postura rutinaria.
En ese contexto es atendible que los autores citados se movieran dentro de los márgenes fijados por nuestra legislación, ello sin distinguir entre la ley 19551 y la 24522 porque sus respectivas urdimbres no exhiben cambios computables (Sólo modificaciones “cosméticas”, para emplear palabras de Cámara, quien conocía bien y difundió entre nosotros la tarea importante volcada en el informe de la Comisión presidida por Pierre Sudreau). Cámara remarca la importancia de un dato capital en el tema que nos ocupa cual es el notorio estado de insolvencia de algunas empresas. El conocimiento de ese estado podría ser bastante para que el tribunal abriera un procedimiento –no el inicio de un proceso concursal- dentro del cual el presunto cessatus tuviese la oportuna intervención, incluida la posibilidad de intentar soluciones preventivas; pero ello, que era atendible hace treinta años –el primer tomo de Cámara es de 1978- exige un planteo pari passu con las nuevas orientaciones –no las desarrollaremos en este momento- que apuntan a la actuación preconcursal, incluso pre-insolvencia, sobre lo cual la elusión de nuestros legisladores fue absoluta (se llegó al extremo de entender aquellas auspiciadas actuaciones preinsolvencia como si fuera una solicitud de concurso preventivo con prescindencia del deudor). Y es que no se trata de abrir un proceso concursal invito cessatus, sino de pedir a los órganos competentes, sean o no judiciales, que ante hechos premonitorios en orden al posible derrumbe de una empresa se actuaran medidas para comprobar o descartar –y, si fuera el caso, medir- la gravedad de la situación, ello en vista a los pasos recuperatorios que hubieran prescripto (de lo cual ni se habló en nuestras sorpresivas y sorprendentes peripecias parlamentarias).
Esa es la consigna, a saber, intervenir cuando una empresa acusa dificultades que hicieran peligrar la prosecución de su actividad, como establece la ley francesa del 10 de junio de 1994, ello porque son tantos los favorecidos por una empresa que funciona y tantos los perjudicados si desaparece, que debiera ser innecesario repetir las razones que apuntan a orientar los intentos legislativos a la “recuperación”, a la “conservación”, al “salvataje”, a la “flotantización” (sabroso término de un proyecto colombiano), sobreentendiendo el alcance que la ley francesa del 13 de julio del 1967 expresaba con la locución “importancia general” (o ”zonal”, adjetivo después eliminado).

- VI -

La discutida actuación oficiosa del tribunal tiene puntos de contacto con otras características que se adjudican, tememos que con ligereza, al quehacer judicial. En rigor, se trata de diversos atributos que se contactan en sede jurisdiccional, huidizos si se los quiere atrapar en una conceptualización –no pensamos en definiciones- que nos exhiba sus notas posibilitando algo más que un manejo aproximado y empírico. A la manera de los “parecidos de familia” que decía Wittgenstein, nos la habemos con un grupo de vocablos o frases familiares, de empleo corriente en nuestro universo jurídico, tanto en fallos que como en obras de exposición o de doctrina. “Debido proceso”, “impulso oficioso”, “aspecto publicístico”,“oficiosidad”, “interés público”, “debido cuidado”, “diligencia de un buen padre de familia” (o de “un buen hombre de negocios”), son algunos ejemplares de un inabarcable catálogo, que exhiben como característica primordial su función persuasiva. Componen la clase de esas “palabras de resonancia emotiva” que dice Perelman, “palabras que se escriben con mayúscula para mostrar todo el respeto que se les otorga –“Justicia”, “Virtud”, “Libertad”- y previene que, atento “el precio que damos a los valores que esas palabras designan, un eventual contendor tratará de hacer admitir la definición que de ellas nos presente como la única verdadera, la única adecuada, la única admisible…”, agregando una fundada admonición, respecto del empleo que de esos términos pudieran hacerse, a saber, “hay que estar alerta” (“De la Justicia”, Méjico 1964, p. 11). Agrega que se corre el riesgo caer bajo un sofisma “al servirse de una noción en dos sentidos diferentes, por ejemplo cuando se define “una noción con mayúscula” añadiendo a la definición que se quiere hacer admitir del término prestigioso (…) el sentido emotivo de ese término (…) toda definición de una noción fuertemente coloreada desde el `punto de vista afectivo, transporta esa coloración afectiva al sentido conceptual que se decida atribuirle”. Es decir si “Justicia”, se define como “dar a cada uno lo que le corresponde según sus meritos “, éste último enunciado recibirá el “prestigio” –término de Perelman- que normalmente orla al término “Justicia”.
Las reflexiones de Perelman son trasladables a voces menos exaltadas pero también con operancia persuasiva. Por ejemplo, decir publicístico o “debido proceso” o “interés público” importa, en general apoyar o acrecer el componente descriptivo que conlleva ese término o el contexto en que figura. Por supuesto que ese plus valorativo no alcanza la dignidad intrínseca de voces tan empinadas como “Justicia”, “Bien”, “Virtud” y tantos otros términos emotivos, pero en cambio admiten cierto manejo descriptivo, por completo extraño a “la” virtud o “la” justicia.
Cierto manejo descriptivo, decimos, pero ello en las condiciones explicadas en trabajo anterior para la pregunta “qué es la quiebra”, a la cuál se le opone la excepción dilatoria “¿en qué contexto?”. No es apta para interrogar la voz “quiebra”, pero sí la locución “Martínez adeuda X pesos a la quiebra Juan Pérez S.A.”.
Trasladado ese enfoque al vocablo “oficioso”, podemos decir, con significado compartido, que algunas legislaciones admiten la declaración oficiosa de la quiebra, asimismo que en ciertos regímenes el magistrado puede disponer tales y tales medidas de oficio, menciones que adquieren mayor claridad contraponiéndolas a otras que se subordinan al pedido de parte. Pero también se considera que “oficioso” puede referirse a las providencias adoptadas en el proceso por el “oficio”, nombre, poco utilizado entre nosotros, con el que suele designarse al –diríamos- equipo compuesto por el juez, el fiscal, el sindico, y demás órganos del proceso.
En orden a la compresión de lo que pueda significar algunas de esas expresiones, se tendrá en cuenta la tan importante como breve y clara indicación de Hart, a saber, “las palabras generales no nos servirían como medio de comunicación si no existieran casos familiares generalmente indiscutidos” (“El Concepto de Derecho”, trad. Carrió, p. 158). Y específicamente en vocablos como “oficiosos”, “publicístico”, etc., su acepción resulta condicionada por el contexto, asimismo por el momento del trámite en que se invocan, ello con la aclaración expresiva aún cuando iconoclasta de que si en la causa no existieran acreedores, aquellos términos serían flatus vocis.

- VII -

De todos modos, lo atinente a inicio no se agota en el maniqueísmo de la apertura privada u oficiosa. Una publicación recentísima (“Il Diritto Fallimentare”, Maggio-Agosto 2011, p. 286) nos informa que “espigando entre los varios ordenamientos de la crisis ilustrados en la obra de Ariel Angel Dasso (“Derecho Concursal Comparado”) podemos captar nuevas aperturas “, y refiere que “en el ordenamiento chileno un acreedor *no puede presentar directamente una propuesta de concordato preventivo (…) pero tiene la facultad, demostrando la existencia de un estado de insolvencia de requerir al Tribunal que ordene al deudor la presentación de una propuesta concordataria. Sin embargo, ello no implica la posibilidad para el acreedor de formular el plan concordatario” (Stefanía Pacchi). Como se ve, todo una tercera vía superando los cuernos del dilema “u homologación o cramdown” según nuestro reciente instituto pretoriano, más fácil de aplaudir que de justificar.

-VIII -

Seguimos con Heredia: “Puede afirmarse que la ley 24.522 es (…) hija de criterios economicistas donde lo público se ve relegado frente a lo privado. Reflejo directo de ello es la mayor participación que en la nueva ley tienen los acreedores en orden al desarrollo del proceso concursal, y la correlativa menor cuota decisoria que se asigna al juez, relegando sus funciones a la de mero controlador de las formas (…). De un sistema de corte garantista orientado a la tutela de los intereses públicos (…) se paso a un sistema de corte privatista, que lo hace más vulnerable pues el arreglo de la insolvencia patrimonial es entendido como cuestión que concierne básicamente al interés de los acreedores, y en la que, en definitiva, poco interesa el valor social de la empresa (…)”. “El sistema anterior se identificaba con una judicialización del concurso predominando lo jurídico sobre lo económico (…). Lo que ha hecho la ley 24.522 es, en buena medida, lo contrario; esto es, exacerbar lo puramente económico (…)”. “Muchos ya han hablado del *voluntarismo* de la ley 24.522. Así, Iglesias afirma que la ley (…) aborda la problemática de la insolvencia desde un enfoque privatista, que prioriza el interés de los acreedores como regla fundamental, y que se alinea en lo que tradicionalmente se identifico como *voluntarismo*”. Iglesias –continúa Heredia- dice que el sistema es el mismo que inspiró a la ley 4156, que nítidamente se enrolaba en ese modo de reglar el tratamiento de la insolvencia y de organizar el respectivo proceso concursal”. (…) Citando a Castillo, Iglesias prosigue: *los comerciantes exteriorizaban el anhelo de que la futura reforma les diera mayor intervención en el juicio para vigilar el procedimiento y controlar los actos realizados por los funcionarios* (…)”. (Lo trascripto ha sido espigado entre las p. 177 y 180 del Tº I de Heredia).
En el tomo 2 p. 208/9 agrega Heredia otros aspectos a su enfoque: “…se abandonó un sistema concursal de base publicista (…) para mudar a otro de carácter privatístico como el que establecía la ley 4156. Tal mutación (…) fue justificada por los relatores de la ley 24.522 con invocación de los mismos argumentos que se predicaron respecto de la ley 4156 (…)”. “…en efecto, en 1902 se dijo que *la tramitación de un concurso afecta únicamente a los intereses de los acreedores y del deudor (…) debe librarse a ellos el arreglo de las dificultades creadas (…). El juez y el fiscal intervienen solamente con el objeto de vigilar el cumplimiento de las fórmulas legales”. “…y en 1995 se afirmó: *…el concurso es un ámbito en el cual básicamente se debaten intereses privados de acreedores y deudor, no resultando conveniente que el juez, en algunos casos, se pueda subrogar a ese interés de los acreedores, determinando que es mejor para ellos*. Como se ve, más de noventa años después, las mismas ideas, el mismo principio inspirador.
En el proceso de quiebra, lo más típico de su marcha a partir de la sentencia que lo constituye transcurre sin que aparezca contraposición entre los acreedores y el fallido, contraposición que en cambio caracteriza la etapa previa, o sea la instrucción prefalencial. Ya dijimos que juez y síndico conducen el trámite, y en lo más importante cuantitativamente y al par lo más expresivo atento el tipo de procedimiento, solamente hallaremos esa contienda –se verá que atenuada- en algunos momentos episódicos (incidentes arts. 37, 38, 94/5, etc.), con la particularidad de que si faltaran todos esos momentos contenciosos el proceso falencial no se apartaría un ápice de su configuración. Estimamos que cabe repetir la circunstancia ya señalada de que en la quiebra directa forzosa –esto es, promovida por acreedor –, el trámite que culmina con la sentencia, o sea el juicio de antequiebra, es expresivamente contencioso. Es, de modo típico, un trámite judicial del acreedor, que debe exponer y demostrar lo suyo, y del demandado, al cual lo gravan cargas similares. Al final tendremos la sentencia del juez que, si hace lugar a la demanda, constituye la quiebra y origina el proceso falencial. En otros términos, el proceso falencial no existe antes de que el juez pronuncie la sentencia del art. 88.
El “juicio de antequiebra” o “instrucción prefalencial” es contencioso, y amén lo que hemos anticipado sobre la pugna entre el demandante y el fallente repárese en otros adelantos que pronto nos ocuparán, a saber, el peticionario de la quiebra puede desistir, el trámite es susceptible de perimir, si el juez rechaza la demanda impone costas al demandante, la sentencia que rechaza el pedido de quiebra puede ser apelada, etc (Algunos de los supuestos referidos muestran que ciertos jueces y publicistas sostienen con frecuencia que el trámite de antequiebra es contencioso, pero que no es apelable si rechaza y en orden a perención consideran aplicable el régimen que la ley consagra para el proceso de quiebra; es decir, no ven con claridad lo que tantas veces hemos señalado y se verá que no hay más remedio que seguir señalándolo, esto es, que una cosa es la instrucción prefalencial –contenciosa- otra el proceso falimentario, cuyo carácter inquisitivo no se discute).
Otra razón que nos detendrá más adelante sobre la diferencia entre la instrucción prefalencial y el proceso de quiebra finca en que este ultimo es inquisitivo, mientras que la etapa de antequiebra es contenciosa, pero no sólo por las razones adelantadas sino porque la ley prescribe que “si la quiebra es pedida por acreedor, debe probar sumariamente su crédito…”, (art. 83, párr. 1º). Esa misma norma en su párr. 2 dispone que “el juez puede disponer de oficio las medidas sumarias que estime pertinente…” Por su parte, el art. 84 prescribe que el deudor será emplazado para que dentro del quinto día de notificado invoque y pruebe…”. Como se ve, la sumariedad de la instrucción prefalencial es explícita, y esa sumariedad es un factor más que excluye la inquisitoriedad que recién nace si el juez constituye la quiebra con su sentencia. Ello porque, como la doctrina ha señalado con énfasis, el carácter inquisitivo y la sumariedad se excluyen. Estimamos que el tema, en especial a esta altura del libro, requiere un poco más de atención.

- IX -

Cuando el trámite es sumario deben hallarse limitadas las medidas de sustanciación, especialmente las pruebas. Viceversa, si es inquisitivo los poderes del juez no pueden quedar constreñidos en premio a la sumariedad, pues los hechos a investigar y las pruebas a producir se subordina a las alternativas del trámite y al criterio del magistrado, quien procederá a inquirere según se presentasen y fueran desarrollándose las situaciones, incumbiéndole adoptar las providencias y ordenar las medidas que el decurso del proceso requiriera; por supuesto que dentro de ciertos límites temporales, pero no en medida sumaria, y menos aún limitándolas a priori. Grasso ha enfatizado al respecto. Asimismo Tedeschi, sobre las huellas de Grasso, escribe: “sea que la instancia de quiebra haya sido presentada por deudor o por propio acreedor en cualquier hipótesis la instrucción del juicio está informada por el principio inquisitorio…También se afirma habitualmente que la sumariedad de la cognición es característica del juicio de apertura de la quiebra…; en la ley de quiebras no hay ninguna disposición por la cual se pueda sostener que la quiebra se pronuncie a seguido de un juicio que en sentido técnico-jurídico pueda calificarse de *cognición sumaria* .
Un proceso sumario es ofrecido a veces a un litigante para beneficiarlo con la brevedad del juicio, y a tal punto es una oferta al particular que depende del mismo utilizarlo o no (opción del art. 521 c.proc.civ.); en cambio, la inquisitoriedad no se defiere al interés de quien litiga, sino al logro preferentemente de otras finalidades -generales, públicas, o como se prefiera llamarlas- que imponen un procedimiento confiado especialmente al magistrado con acrecimiento correlativo de sus poderes. Y eso de que el juez tenga aumentados sus poderes, sin limitarlos a los hechos y pruebas que propusieran las partes privadas, no se compatibiliza con la sumariedad, que sólo coadyuva como anhelo compartido de pronta terminación de los juicios.

- X -

El contraste entre sumario e inquisitivo preocupó a los quiebristas italianos. El conflicto, nos parece, podría ser planteado en estos términos: el proceso falencial es inquisitivo, y sería de desear que fuera breve. Innecesario alegar en pro del viejo desideratum de que los juicios demorasen lo menos posible: no vemos que el juicio de quiebra tenga particulares títulos para merecer, más que otros, esa deseable brevedad, pero sí es importante que el trámite anterior a la declaración de quiebra resulte expeditivo: si el deudor ha caído en insolvencia, que el concurso se abra cuanto antes, o cuanto antes se desestime si no correspondiera. Hay razones, y sería superfluo repetirlas, para que la instrucción falencial sea breve.
Como, según dijimos, la rapidez del trámite y la amplitud de la sustanciación son incompatibles –o, dicho en otros términos, como el ideal de celeridad supone el sacrificio de la amplitud en cuanto a debate y prueba-, se impone una opción franca porque no es posible salvar la cabra y los repollos. Es explicable que se quiera asignar máximos poderes de investigación al magistrado, y ya dijimos del ideal de celeridad en el trámite; pero, repetimos, sólo por acaso se darán juntos. La opción ha de ser dura, con sacrificio de alguno de esos dos atributos tan valorados en materia de procedimientos judiciales, cual fueron siempre la sustanciación exhaustiva y la brevedad del procedimiento.
El problema, que divide a la doctrina italiana, se explica porque a la inquisitoriedad genérica del procedimiento –entre ellos, incluso la fase de antequiebra-, la Legge Fallimentare, no agrega referencia alguna en orden a sumariedad como para sostener, de legge lata, ese reclamo unánime de la doctrina relativo a brevedad del trámite. Grasso, que remarca la “íntima contradictoriedad” de “un procedimiento al mismo tiempo sumario e inquisitorio”, señala que “no es posible encontrar en la ley de 1942 el esquema de un procedimiento sumario para la declaración de quiebra, por la simple razón de que falta por completo una regulación instructoria dictada a ese fin, y no es dado aquí entender en qué consistiría la sumariedad que en otra previsión connotativa resulta explícita...; la ley actual no ha reproducido la norma que atribuía al acreedor instante la posición que es propia de actor, gravado por la carga de probar los hechos sobre los que funda la demanda; pero –lo que más cuenta en nuestro razonamiento- tampoco ha introducido otra norma que, en la hipótesis todavía normal de iniciativa del acreedor, autorice a considerar que la prueba y el juicio tengan carácter de sumariedad” (R.D.C.O. 1983, p. 211).
En nuestro régimen la situación es exactamente inversa: la ley impone expressis verbis la instrucción sumaria, por lo cual, en razón de esa categórica opción legislativa, el dilema que perturba a los quiebristas italianos quedó disuelto. Según la ley 11.719, al acreedor instante le incumbía producir “la prueba de los hechos y circunstancias que indique, de los que resulte que el deudor ha cesado efectivamente en sus pagos”. El juez resolverá “a la brevedad posible, debiendo oír previamente al deudor” (art. 51). Aunque el texto no es categórico, la sumariedad campea en la breve pero orientadora regulación. Una amplia elaboración jurisprudencial contribuyó a que no restaran dudas al respecto: el aserto jurisprudencial, terminante, “no hay juicio de antequiebra” fue consagrado por esa jurisprudencia.
El recordado criterio tanto de la vieja ley como de la doctrina judicial que fijó su alcance fueron recogidos por el legislador de 1972. Para que no restasen dudas, el art. 90 ley 19.551, prescribía que el acreedor peticionante de la quiebra “debe probar sumariamente...”; es decir, la ley adoptaba explícitamente la sumariedad del procedimiento. Esa sumariedad se repite en la segunda parte del mismo artículo: el juez puede disponer “las medidas sumarias...”. Procedimiento sumario, entonces, por tanto no inquisitivo. Pero hay muchas otras razones por las cuales la instrucción prefalencial no es inquisitiva.

- XI -

Hemos señalado con insistencia que el empleo, en materia concursal, del vocabulario propio de los procesos familiares apareja confusiones y hasta desvíos. A una decisión judicial como la de los arts. 14 y 88 la llamamos “sentencia”, lo cual es correcto; pero en cambio no es lo mismo pensar al juez de la quiebra –sus poderes, deberes, responsabilidades que lo configuran- como el juez de un ejecutivo u ordinario. Imaginar a los acreedores o al concursado como si fuesen partes en la acepción corriente, conlleva la idea de alguien que lucha por sus derechos contra la adversa, y definen esa calidad por las cargas, deberes, etc. propios de los procedimientos contenciosos de rutina.
Recordaremos un caso –plenario “Pombo”- en que la C.Nac.Com. puso de manifiesto ese enfoque y esa nomenclatura que aún refiriéndose a un pasaje contencioso –la instrucción prefalencial- pecan de aquella postura y lo expresan con naturalidad. Se trataba de un pedido de quiebra por acreedor. Emplazado el deudor para ensayar su defensa, depositó en pago el importe del crédito que el peticionario había invocado como revelador del estado de insolvencia que le atribuía, y pidió el rechazo de la demanda. El problema que debió afrontar el tribunal se limitaba al tema costas, es decir, desestimado el pedido de quiebra, “¿se imponen las costas al demandante?. O, por el contrario ¿el allanamiento tácito del deudor prueba que la demanda estaba justificada?”. Los magistrados tomaron de un fallo anterior que “las costas deben ser impuestas a quien objetivamente ha sido vencido. Si la afirmación de el acreedor en orden al estado de impotencia patrimonial que imputó a su deudor resultó no ser cierto, cabe concluir que, con arreglo al principio objetivo de la derrota se impone cargarle con las costas” (…). Agrega que “si el pedido de quiebra constituye una acción y ésta resulta rechazada, no se advierte (…) de qué modo pueda sostenerse que la carga de las costas las debe soportar el deudor vencedor”.
Ello, repetimos, transcribiendo un pasaje de causa anterior. Destacamos la imagen del deudor vencido: “el que enerva el efecto de la petición de su adversario satisfaciéndolo, no logra en verdad un rechazo del reclamo, sino que lo disipa por mérito del incumplimiento”. Además, “cuando el ejecutado deposita el monto del titulo perseguido no le es admitida la excepción de pago. Se dice –y con acierto- que él no ha ganado (…) sino que se ha allanado, y por eso le son impuestas las costas”.
Leyendo “si el pedido de quiebra constituye una acción”, las costas al peticionante “por aplicación del principio objetivo de la derrota”, el “acreedor peticionante habría resultado vencido…”, “si bien el acreedor resultó vencido (…)”, advertimos que el tribunal desatiende que lejos de tratarse de un juicio por cobro de pesos el caso consistía en un momento judicial de un pedido de quiebra. Por tanto, se abocó a un problema sin antes plantearlo, es decir, resolvió sin preguntarse antes por la estructura del juicio de antequiebra. La idea de un cobro de pesos es notoria como se ve en las fórmulas transcriptas, a saber, el acreedor demanda y el deudor se allana, ergo costas al demandado; o, el deudor, al depositar el importe adeudado, demuestra que no se hallaba en estado de insolvencia, ergo se rechaza la demanda con costas al vencido (o sea el peticionario).
Veremos en su momento que ni el cheque rebotado prueba el estado de insolvencia del firmante, ni el depósito ante el emplazamiento judicial para ensayar sus defensas prueba que el demandado estuviera en fondos. No valoró el Tribunal que el peticionario de la quiebra no le incumbe probar el estado de cesación de pagos, sino uno de los hechos elencados en el art. 79 L.C. (“hechos reveladores”), y será el juez que con esos elementos y cuantos más obraran en la causa dirá del estado de insolvencia –o no- del demandado. En cuanto al depósito, tampoco prueba que el deudor estaba in bonis, sino que meramente neutraliza la presunción que se apoyó en lo invocado por el peticionario, esto es, un cheque rechazado por falta de fondos. No es tema lo atinente al vencido. Con el deposito, el demandado neutralizó la presunción de insolvencia que pudiera surgir del cheque rechazado, lo cual de ninguna manera puede fundar la imposición de costas al actor que probó lo que le incumbía, a saber, no el “estado de impotencia patrimonial” que imputó a su deudor como erróneamente dice el fallo, sino uno de los hechos del art. 79. Pero no nos interesa discutir el acierto de la sentencia, sino resaltar el enfoque y nomenclatura típicamente contenciosos empleados (“actor”,“demandado”,“imposición de costas al vencido”, “principio objetivo de la derrota”).
El Tribunal no señala explícitamente la índole contenciosa del tramo judicial en que se mueve, a saber, el pedido de quiebra por acreedor y el depósito por el deudor del importe adeudado, pero no quedan dudas de esa asunción, tanto por lo que hace como por el vocabulario empleado (“actor”, “demandado”, etc). Ese contexto, le permite sostener que “el pedido de quiebra constituye una acción”, insistiendo luego: “si el pedido de quiebra constituye una acción y ésta resulta rechazada, no se advierte, a menos que esta posición no se comparta (…)” fraseología que conlleva casi una amenaza de excomunión a quienes discutiesen que “el pedido de quiebra constituye ejercicio de acción”. Además, en tesitura reductiva sobre el alcance del vocablo “acción”, como si sólo jugara su sentido sustancial, o sea la tutela de una situación subjetiva de derecho material desatendiendo su acepción procesal de agere in processum (Bonsignori, “Diritto Fallimentare”, U.T.E.T. 1992, p.115).


- XII -

En principio podría aceptarse el criterio de la Cámara, pero con reservas de tal índole que no pueden omitirse. Ninguna duda le preocupa, pues se expide con el presupuesto acríticamente admitido de la figura tradicional del derecho subjetivo, esto es, el uso y goce, el derecho de disponer, y la acción para ocurrir a la autoridad. Es cierto que tal caracterización peca de esquemática, pero así viene, por lo menos, desde Chiovenda. Digamos, entonces, que la acción sería un elemento o componente del derecho subjetivo. Malbaratando el tema, agregamos que quien “tiene” un derecho subjetivo, tiene eo ipso una acción, esto último en la acepción procesal de esa multívoca palabra (“acción” de una sociedad anónima, “acción” criminal, “acción” dramática, “acción” incoativa de un proceso etc.); pero de ninguna manera procede la inversa: quien tiene una acción, no por ello “tiene” un derecho subjetivo.
Se trata, como ya señalamos, de algo mucho más sencillo y preciso, a saber, una investidura: el que tiene competencia para pedir la quiebra, la tiene porque la ley le asigna ese poder, al margen de que fuera o no un componente de cierto derecho. La prueba de aquel poder, es un requisito de procedibilidad, y se agota en su ejercicio. Tanto es así que una nota peculiar de esa específica acción consiste en que, pronunciada la quiebra, el juicio prosigue indiferente a la suerte que en sede verificatoria hubiera tocado el peticionario, vale decir, si el crédito que lo legitimó para demandar y obtener la quiebra no resultara verificado, el proceso falencial sigue su curso. Ello porque la sentencia de quiebra importa reconocimiento del referido poder, pero no del derecho que invoca el peticionario. Podemos decir que al obtener la declaración de la quiebra demandada, se agotó su rol (omitimos el episodio del incidente por revocación de la sentencia de quiebra). Más todavía: si pide verificación y se rechaza el pedido, ese fallo, que lo elimina del proceso, para nada afecta la prosecución del trámite.
Recordemos un párrafo de Bonelli: “…el acreedor que pide la declaración de la quiebra de su deudor tiene esto en común con el actor en un juicio ordinario: que él tiene derecho a poner en movimiento la jurisdicción del magistrado sobre la base de su demanda y de pretender que se pronuncie sobre ella (…). Este derecho está reconocido a cada acreedor (…), pero fuera de eso la demanda no tienen nada de la acción de derecho privado: no pide una condena en su favor individual (…), no alega lesión de un derecho propio de reparar (…), no tiende a la realización de un derecho suyo sino a la consagración legal de un estado de hecho cuyas consecuencias interesan a todos los acreedores, incluso a la íntegra sociedad. Estas notas distinguen su demanda del acto inicial de un procedimiento contencioso o ejecutivo ordinario; de donde, principalmente, esta consecuencia importantísima: que la decisión del tribunal no se halla en relación directa e indisoluble con la instancia como la sentencia lo está con la acción. En los juicios es prejudicial y decisiva la indagación sobre la personería del actor. El juez no puede, sin previo reconocimiento implícito o explícito de esa personería, pronunciar su sentencia (…). La falta de personería del acreedor instante frente a la declaración de quiebra no es, para el juez, impedimento dirimente, sino, como máximo, un impedimentum impediens”.
La última referencia de Bonelli es tan certera como ilustrativa. El impedimento dirimente es el que invalida el acto sobre el que incide (por ejemplo, el matrimonio de quien ya estaba casado); en cambio, el impedimento sólo impediente obstaculiza la realización de un acto, pero si el óbice no es advertido a tiempo y el acto se realiza, entonces ya no afectará su validez (una menor de cierta edad no puede casarse –impedimento impediente- ; pero si por descuido de los funcionarios que intervienen el matrimonio se efectiviza, la comprobación ulterior de aquella circunstancia no autoriza la invalidación del matrimonio, vale decir, no es impedimento dirimente. Esa explicación es esclarecedora. Si el peticionario de la quiebra no acredita “sumariamente” ser acreedor, el pedido se rechaza; pero si en apariencia lo es y la quiebra se decreta, la ulterior prueba de que no investía aquella calidad es, secundum legem irrelevante en orden a la continuación del juicio. Jugará, si procediera, el incidente de revocación arts. 95/9, pero apoyándose únicamente en la prueba de que al pronunciarse la quiebra se hallaba in bonis (art. 95), no en la falsedad del crédito que hubiera invocado el peticionario.

- XIII -

Remarcamos que el pedido de quiebra no implica “ejercicio de acción”, tomado el término “acción” como componente de un derecho subjetivo: el acreedor está investido del poder que ejercita demandando la quiebra de su deudor, y ese poder se agota en su ejercicio, tanto es así que, como ya vimos, si el juez decreta la quiebra no reconoce eo ipso el crédito del peticionario quien deberá pedir verificación, o sea recorrer la senda de cualquier acreedor para que se lo incorpore a la masa falencial pasiva. Y si –salteamos situaciones- quedara definitivamente excluído de la nómina de acreedores, tal evento no tendrá incidencia alguna en el andar del proceso que se abrió con su demanda. (Alguna vez recordamos la metáfora del apis mellifica malis que emplea Galbraith en su libro “El nuevo Estado Industrial”). En esa quiebra que al peticionario ahora le es ajena, el juez ordenará pasos definitorios del proceso (art. 88), los acreedores serán convocados para “presentar las solicitudes de verificación de los créditos”, entrará en funciones el síndico y ya está el proceso falencial en plena marcha, ámbito para decisiones oficiosas y, en especial, inquisitoriedad del trámite. Pero advertimos desde ya algo que examinaremos con detenimiento más adelante, a saber, que con alguna frecuencia aquellos pasos que el juez dispone porque la ley lo fija, se adscriben a la índole inquisitiva del trámite. Por ejemplo, un pedido de verificación es susceptible de ser cuestionado (por el deudor, por otros acreedores, por el síndico) y en ese caso el juez no puede declararlo “verificado”; pero si se da la situación opuesta, vale decir, el síndico aconseja favorablemente y ni el deudor ni otros acreedores cuestionan la procedencia del pedido, el crédito será verificado “si el juez lo estima procedente” (art. 36 L.C.). En esa potestad se ha visto un ejercicio de inquisitoriedad, cuando se trata de algo tan sencillo como el cumplimiento, por el juez, de una orden –pronunciarse sobre verificación- en un aspecto deferido a su criterio. Otrosí, a todo evento se hubiera hablado de oficiosidad, no de inquisitoriedad.

A publicarse en “El Derecho”, fecha estimada, el día 7 de noviembre de 2011.