lunes, 29 de agosto de 2011

ARTICULO - QUE ES LA QUIEBRA?


“¿ Q U É E S L A Q U I E B R A ?”
Osvaldo J. Maffía

- I -

Nos apresuramos a señalar que el interrogante aparece en un enunciado mal construido. El error consiste en utilizar la fórmula “qué es” como si fuese adecuada a todo tipo de cuestiones, pero no es así. Frente a ciertas dudas podemos preguntar qué es, pero no sobre todas. Ya veremos, sin salirnos del hábito jurídico, que sobreviven preguntas a lo largo de décadas sin respuesta alguna, o al menos sin respuesta convincente. La frustración, que no debió ser tal, muchas veces se explica porque fue utilizada la fórmula “qué es” en relación con una inquietud extraña a ese planteo. El óbice alcanza a nuestro tema: es incorrecto preguntar “qué es la quiebra”, pero eso no significa que la inquietud estuviera condenada a un definitivo insuceso.
Cuando tropezamos con un dato de la realidad –sea una palabra, un objeto material, y tantos otros factores que nos produjeran extrañeza-, sentimos la espontánea e incoercible tendencia a preguntar “qué es”, pero ya dijimos que ese interrogante no es omniabarcativo. Plurales influencias de nuestro entorno, las más de las veces no las hemos recibido en forma consciente, sino que nos la impuso el medio: la familia, los compañeritos y maestras jardineros, la escuela primaria y sucesivos estratos de nuestro desarrollo, nos imprimen las más de las veces el interrogante que nos ocupa. Es fácilmente comprobable en los niños, que preguntan “qué es” respecto de cuanto lo extraño o novedoso los asombra, con total naturalidad y sin problematizar sobre lo adecuado emplear esa pregunta (y Dios sabrá en cuántos casos los dirigen a quienes tampoco están alertados sobre su pertinencia o no). Es así que la incontrarrestable tiranía del medio –lo que Nietzsche llamó “la camisa de fuerza social”- nos lleva a preguntar “¿qué es la patria?” o “¿qué es el alma?” o “¿qué es el instinto?” o “¿qué es la vida?” presuponiendo que existe a la manera familiar un objeto llamado “patria”, o “alma”, etc. La naturalidad con que esas preguntas se formulan, sobre todo a cierta edad, corre parejas muchas veces con la ingenuidad que se traduce al tratar de contestarlas.
Pediremos auxilio, ocasional y fuera de todo criterio selectivo. En el libro de Mannheim “Ideología y Utopía”, importante malgrado su data, leemos “…sería falso deducir que todas las ideas y sentimientos que mueven al individuo tienen su origen sólo en él (…) únicamente en un sentido muy limitado el individuo particular crea por sí mismo la forma de lenguaje y pensamiento que nosotros le atribuimos. Habla el lenguaje de su grupo; piensa de la misma manera que lo hace su colectividad. Encuentra a su disposición solamente ciertas palabras y significaciones” (p. 53).
“Estrictamente hablando, es incorrecto decir que el individuo singular piensa. Antes bien, sería más correcto insistir en que participa en el pensar que otros hombres han pensado antes que él. El individuo se encuentra en una situación heredada, con modelos de pensamiento que son respuestas adecuadas a esa situación, y se esfuerza por elaborar, posteriormente, esos modos de respuesta heredados o por sustituirlos con otros, con el fin de enfrentarse más adecuadamente con las nuevas dificultades que surgen de las variaciones y de los cambios en su situación …” (p. 54). Tras referir “el problema de las raíces sociales y activas del pensar” -p.56-, señala que es “la intensificación del cambio social la que destruye la primitiva ilusión, predominante en una sociedad estática, de que todas las cosas pueden cambiar, pero que el pensamiento permanece eternamente el mismo” (p. 58)

- II -
Tenemos, pues, una internalizada tendencia a preguntar “¿qué es?” acerca de algo que desconocemos. Limitándonos a las palabras, para Aristóteles ese giro tendía a lograr la definición del término, y con ello la esencia: “… hay esencia de todas aquellas cosas cuyo enunciado es definición”, decía. “La esencia es, pues, *lo expresado en la definición*” agrega el traductor en nota (“Metafísica”, ed. Grados p. 277 y n. 20). Si un niño pregunta qué es un árbol, le “indicamos” un ejemplar de la especie. No es, en cambio, indicando un ejemplar representativo como responderemos a quien nos pregunta qué es el alma. En suma, la cháchara de la que nos excusamos tendía a señalar, con la confianza amiga en la insistencia, que podemos extrañarnos ante muchas cosas o ignorarlas, pero no será respecto de todas que hallaremos solución preguntando “qué es” (hace largas décadas un patriarca del derecho comercial español –Garrigues- dijo que la empresa es como una princesa a la que durante cincuenta años se cortejó pero nadie pudo conquistarla. El hecho de que en los ulteriores cincuenta años tampoco se hubiese logrado, debió ser bastante para alertar sobre la pertinencia o no de la pregunta. Quede claro entonces: podemos preguntar “qué es” ante ciertas cosas o datos u objetos al modo que fuere, pero no sobre todas; no, repetimos el ejemplo, “qué es la empresa”.
La vía de acceso al tema es otra. Afortunadamente se ha dado una respuesta desde hace cien años, cada vez mejor elaborada. A fines del siglo XIX, Frege señaló que el significado de un vocablo se manifiesta por su uso, especialmente en contextos oracionales. Wittgenstein tomó y desarrolló la idea, que recibió ulteriores aportaciones. Transcribimos una página de Habermas:
“Wittgenstein explica la universalidad ideal del significado ya destacada por Frege, “con la *concordancia* preexistente de aquellos que forman parte de una práctica común. “Ahí se expresa el reconocimiento intersubjetivo de unas reglas que ya se siguen “tácitamente (…) Frege había definido ya el significado de una oración con ayuda de las “condiciones de verdad que establecen el modo en que una oración puede usarse “correctamente”. Si ahora podemos extraer las condiciones de verdad del consenso (…) que “se ha constituido convencionalmente entre los miembros de una comunidad lingüística, es “mucho más fácil renunciar al incómodo concepto de la verdad o falsedad de las oraciones “y describir directamente el uso lingüístico dominante: *el significado de una oración o “forma oracional no se explica por tanto exponiendo la condición necesaria para que sea “verdadera, sino describiendo su uso*” (cita a Dummett). En cuanto al significado de las palabras aisladas, se determina –siempre según Frege- por la contribución que hacen a la composición del significado de las oraciones en las que aparecen verdaderas. De modo que el significado de los predicados o conceptos individuales no dimana inmediatamente de la circunstancia de uso de las palabras aisladas, sino del contexto de las oraciones en las que encuentran un uso correcto cuando las oraciones son verdaderas. El significado de esas oraciones se determina, pues, por las circunstancias bajo las cuales pueden ser usadas de modo verdadero” (“Acción Comunicativa y Razón sin Transcendencia”, 2003, espigado entre las p. 86, 87 y 88). “… el significado de una palabra se define mediante su criterio de aplicación”, escribe Carnal; asimismo, “no preguntar por la significación: preguntar por el uso” (“La superación de la metafísica por medio del análisis lógico del lenguaje”, México 1961 –separata- p. 455).
Ese empinamiento del uso como criterio relevante para fijar la acepción de un vocablo recibió una fructífera aceptación en Hart, lo cual es explicable pues Wittgenstein influyó mucho en su pensamiento. El gran iusfilósofo (“Definición y Teoría en la Ciencia Jurídica”) habla de “perplejidades” de la “teoría jurídica analítica que son habitualmente consideradas como pedidos de definiciones: ¿Qué es el derecho? ¿Qué es un estado? ¿Qué es un derecho subjetivo? ¿Qué es la posesión?. Considera que “el método común de definición no esta bien adaptado al derecho y ha complicado su exposición. Su uso, pienso, ha conducido en ciertos puntos a un divorcio entre la teoría jurídica y el estudio del derecho en funcionamiento (…); que las nociones jurídicas más fundamentales pueden ser elucidadas mediante métodos adecuados a su carácter especial. Tales métodos fueron entrevistos por nuestros predecesores, pero es en nuestros días que han sido plenamente comprendidos y desarrollados” (al final del trabajo hablará “del principio cardinal de que las palabras jurídicas sólo pueden ser elucidadas considerando las condiciones bajo las cuales son verdaderos los enunciados en los cuales aquellas tienen su uso característico”. Como se ve, plenamente en la línea Frege-Wittgenstein.
Poco más adelante, escribe: “los primeros esfuerzos para definir términos como persona jurídica, derecho subjetivo o deber revelan que éstos no tienen la directa conexión con contrapartidas en el mundo empírico que caracteriza a las palabras más usuales y a las cuales recurrimos en nuestras definiciones de palabras habituales. Nada hay que simplemente corresponda a esos términos jurídicos, y cuando tratamos de definirlos nos hallamos con que las expresiones que ofrecemos en nuestra definición (…) jamás son el equivalente preciso de aquellos términos”. (Recordemos por ejemplo que “deber”, en la concepción kelseniana, se emplea para mentar “la conducta que evita la sanción”; a saber, si la ley ordena el desalojo del inquilino incumplidor, la conducta que evita aquella sanción, o sea el deber, consiste en el pago del alquiler; pero es notorio que la acepción del vocablo “deber” no se agota refiriendo el comportamiento que permite sortear las consecuencias de su quebrantamiento).
“…de esos inocentes pedidos de definiciones de conceptos jurídicos fundamentales”, prosigue Hart, han surgido “vastas e irreconciliables teorías (…). No sólo libros enteros, sino también escuelas enteras de pensamiento jurídico pueden ser caracterizadas por el tipo de respuesta que dan a preguntas como *¿qué es un derecho subjetivo?* *¿qué es una persona jurídica?*”. Estima que eso “basta para sugerir que algo anda mal en relación con el enfoque de la definición: ¿es que realmente no podemos elucidar el significado de palabras que todo sistema jurídico desarrollado maneja con soltura sin presuponer ese lastre de teoría?”.
Tras referirse a diversas orientaciones, expresa que en muchas de ellas “se da a menudo una mezcla de problemas que deberían distinguirse. Es claro, por supuesto, que la afirmación de que las personas jurídicas son personas reales, y la afirmación opuesta de que son ficciones (…), han sido frecuentemente grito de batalla de contendores (…) han sido maneras de sostener o rechazar las pretensiones de grupos organizados en busca de reconocimiento estatal; pero tales reclamos han sido siempre confundidos con la desconcertante pregunta *¿Qué es una persona jurídica?*. Acerca de “el desarrollo teórico a la zaga de una definición” insiste en que han sido “esfuerzos encomiables por hacerse cargo de muchas cosas desconcertantes en el campo del derecho; entre ellas se encuentra la gran anomalía del lenguaje jurídico, a saber, nuestra incapacidad para definir sus expresiones más cruciales en términos de contrapartidas fácticas ordinarias” (y agrega una cita de Olivecrona, para quien “es imposible hallar hecho alguno que corresponda a la idea de un derecho subjetivo”).
En la p. 104 comienza a describir “cuatro características distintivas” que muestran “el método de elucidación que deberíamos aplicar al derecho, y por qué no da resultados el modo común de definición”. En primer lugar, tomemos expresiones como *derecho subjetivo* o *deber* o los nombres de personas jurídicas, pero no las tomemos aisladas sino en ejemplos de contextos típicos donde dichos términos cumplen su función, como “*A* y Compañía Limitada tienen un contrato con *B*”. Es obvio que el uso de estas frases presupone un trasfondo muy complicado y especial, a saber, la existencia de un sistema jurídico con todo lo que eso implica en cuanto a obediencia general, a la aplicación de las sanciones del sistema y a la probabilidad general de que eso habrá de continuar así. Pero aunque esta compleja situación es presupuesta en el uso de esas preposiciones sobre derechos y deberes, ellas no afirman que aquella situación existe (…)”.
Saltamos a la p. 110. Las “características generales del lenguaje jurídico explican por qué la definición de expresiones como *derecho subjetivo*, *deber* y *persona jurídica* resulta frustrada por la ausencia de alguna contrapartida que *corresponda* a esas palabras, y explica también por qué las contrapartidas en modo alguno obvias que con tanto ingenio se han elaborado (…) no resultan ser algo en términos de los que podamos definir aquellas expresiones, sino que resultan ser algo conectado con ellas en formas complejas o indirectas, y el punto fundamental de que la función primaria de aquellas expresiones no es la de designar o describir algo, sino una función distinta”.
Retomamos en la p. 131: “si dejamos a un lado la pregunta *¿qué es una persona jurídica?* y en lugar de ello preguntamos *¿bajo qué tipo de condiciones las normas jurídicas atribuyen responsabilidades a las personas jurídicas?*, probablemente clarificaremos el funcionamiento efectivo de un sistema jurídico y sacaremos a la luz las precisas cuestiones que están en juego cuando los jueces, que se supone que no legislan, llevan a cabo alguna extensión, a cuerpos con personalidad jurídica, de reglas elaboradas para individuos”. Dirá más adelante –p. 133- que “la forma confusa de plantear el problema es introducir definiciones de lo que es una persona jurídica y deducir de ellas respuestas a la pregunta que nos interesa: *una persona jurídica es una mera abstracción, una ficción, una entidad metafísica*; *una persona jurídica no tiene entendimiento y por lo tanto no puede proponerse nada*”. Agrega que esos enunciados “confunden el problema porque parecen verdades eternas acerca de la naturaleza de las personas jurídicas que nos son dadas mediante definiciones. De ese modo se hace aparecer que todos los enunciados jurídicos acerca de las personas jurídicas tienen que adecuarse a aquéllos”.
Sintetizamos el pensamiento de Hart: No debemos preguntar “qué es el deber” o “qué es un derecho subjetivo”, sino cuál es su acepción en los contextos donde cumple su función típica, ello con el trasfondo de un orden jurídico vigente. Esa aportación de Hart recibió el pronto e importante respaldo de Floriano D´Alessandro –iusfilosófico y comercialista- quien menciona “la llamada *definición en uso*”, que se da cuando se identifican ciertos contextos (presuntamente los que importan para la discusión de que se trate) y a continuación se los caracteriza semánticamente como sinónimos o equivalentes lógicos de otros contextos donde no aparece aquella expresión. Agrega en nota que “la necesidad de un amplio empleo de las definiciones en uso en la jurisprudencia ha sido sostenida por Hart –el primero- en su importante ensayo titulado *Definition and Theory in Jurisprudente*” (…). Observa Hart que es difícil ofrecer una definición explícita de la mayor parte de los conceptos jurídicos, en el sentido de indicar un objeto del cual eso términos fuesen el nombre. Tras términos como *derecho*, *estado*, *propiedad*, etc. no existe ninguna entidad. En ningún lugar existe el objeto jurídicamente pertinente, propìedad del cual el término *propiedad * fuese el nombre. A la pregunta “¿qué es la propiedad?” es inadecuada cualquier respuesta del tipo *la propiedad es un …*. Por otro lado, para comprender frases como *la corporación `X´ debe 100 a `Y`* no hay ninguna necesidad de ofrecer una respuesta a la pregunta “¿qué es una corporación?”, demanda, por otro lado, que ya presupone que la corporación sea una cosa. Basta en cambio saber en qué condiciones aquélla frase es verdadera, en cuál la prescripción que contiene es de considerarse satisfecha y en qué otras violada y, en suma, qué uso hacemos nosotros de aquella frase, qué reglas gobiernan su empleo en cierto discurso jurídico (…).
Para D´Alessandro, “lo que es extraordinario es que esa recentísima orientación, surgida de la refinada conciencia epistemológica producida por el florecimiento contemporáneo de los estudios de lógica y de filosofía de la ciencia, encuentra un precursor, según señala el propio Hart, nada menos que Bentham…”. (“Persone Guiridiche e Analisi del Linguaggio”, p. 48 y 49).


- III -
Traslademos lo recién dicho a nuestro tema. Es erróneo preguntar “¿qué es la quiebra?” pues ya hemos visto que la pregunta debe instalarse en un contexto, pero no en cualquiera, sino en aquéllos en que el uso de esa palabra desempeña su rol característico con el trasfondo de un régimen legal vigente. Así procediendo, veamos con qué facilidad la pregunta de imposible respuesta adquiere sentido en plurales enunciados, la mayoría de ellos tan sencillos y familiares como, por ejemplo,
1. “Juan Pérez es síndico en la quiebra *Mongolia SA*”.
2. “Quiebras se estudia en quinto año de la Facultad de Derecho”.
3. “La quiebra *Mongolia SA* promovió juicio por escrituración contra….”.
4. “En nuestro país, el delito de quiebra fraudulenta esta legislado en el Código penal”.
5. “El tercero, que era deudor del fallido con anterioridad a la sentencia que lo erigió en tal, debe depositar lo adeudado en la cuenta bancaria abierta a nombre de *Mongolia SA s/ quiebra* en el Banco de la Ciudad de Buenos Aires”.
6. “En el proceso de quiebra no perime la instancia”.
7. “La quiebra de la sociedad se extiende a los socios con responsabilidad ilimitada”.
8. “El pedido de quiebra por acreedor no tributa tasa judicial”.
9. “La *quiebra dependiente* presupone la de una sociedad…”.
10. “El tercero contra el cual prosperó una acción por ineficacia, deviene acreedor de la quiebra a la cual accede el incidente”.


La palabra “quiebra”, por tanto, admite un empleo válido y sobre todo, comprensible en diversos contextos (muchos más que los señalados como ejemplos). En todos ellos se excluye que pudiera responderse a la pregunta esencialista “¿qué es la quiebra?”. Nuevamente Hart: no tomemos el término en forma aislada, sino en contextos donde cumple su función típica.

- IV -

Amén de los intentos de definición, condenados al fracaso ab initio, se han intentado caracterizaciones sobre la base, por lo general, de aspectos algunas veces cuestionados, pero en otras no discutidos aún cuando sin alcanzar una caracterización de la quiebra o de alguno de sus avatara, siempre con vocación definitoria. Por ejemplo:

1. Un modo clásico de responder a la pregunta por la quiebra ha consistido en sostener que sería una ejecución, en la cual el derecho de una pluralidad de acreedores es ejercido contra un deudor común, de donde el inexorable deslizamiento hacia la idea clásica de la ejecución colectiva. Extraña ejecución, que puede ser promovida por el propio candidato a ejecutado. En el capítulo anterior nos detuvimos en señalar objeciones contra esa tesis.
2. El régimen de la quiebra participa de las políticas que apuntan al resanamiento o protección al modo que fuere de las empresas que se considera importante mantener en vida. Pero al margen los pasos no judiciales que implementasen las entidades públicas o privadas que fueren, si indagamos lo que en el trámite de un proceso podría coparticipar con esas políticas inexorablemente se requerirá la participación, sea genérica de acreedores, sea –tercería coadyuvante- específica del personal, conforme un reclamo suficientemente antiguo y mantenido (ya Rojo proponía “sustituir la junta de acreedores por una junta del concurso en la cual, junto con los titulares de créditos (…) estarían presente los trabajadores con independencia de su eventual condición acreedora, es decir, no como acreedores en sentido técnico-jurídico, sino como acreedores del puesto de trabajo”. RDCO, 1981 p. 292). Es decir, la política de conservación de las empresas útiles, aún cuando de importancia creciente, no puede ser definitoria de la quiebra.
3. Se ha propuesto, como rasgo característico del proceso falencial, la “oficiosidad”. En palabras de Piero Pajardi, “la oficiosidad del proceso de quiebra en su desenvolvimiento (…) es la más segura en el doble sentido de la necesidad y de la exclusividad”. En algunos casos esa característica se refleja en la apertura del proceso por decisión derechamente del juez, aspecto cuya periclitación bien se refleja en la última reforma a la ley italiana, que suprime al magistrado esa potestad incoativa de la que gozaba hasta 2007. En el otro carácter de la oficiosidad, o sea el poder judicial de adoptar medidas al margen petición de los interesados, no resulta fácil separar su presencia del otro rasgo, también definitorio del proceso concursal, como sería la inquisitoriedad. No es mucho, entonces, lo que avanzamos atribuyendo a la quiebra, en este caso como proceso, una relevancia definitoria.
4. En los antípodas de la tesis recién examinada encontramos la orientación, de importancia creciente, que apunta como vimos en `2´ a recuperar, vía judicial, las empresas en dificultades (la ley francesa de “Salvaguarda de la empresa” del 5/julio/05 es ejemplo calificado), pero adviértase que en tanto esos trámites prosperaran, lo serían en sede judicial pero no concursal. Precisamente su evitación –sea preventiva, sea liquidatoria- es la razón primordial que motivó al legislador. Tampoco ese importante quehacer ofrece rasgos definitorios de la quiebra.
5. A lo dicho en `1´ puede agregarse que el interés de los acreedores, valor exclusivo que justificaba los regímenes normativos y quehacer judicial en los orígenes de la quiebra y durante siglos, en las regulaciones modernas resulta totalmente condicionado a su voluntaria participación en el juicio (en nuestro caso, el pedido de verificación). Lo ratifica la circunstancia de que omitidas esas expresiones de voluntad, el juicio no prosigue (nuestro art. 229 LC).
6. En relación con el proceso concursal y alcanzada la concurrencia de acreedores persiguiendo el cobro de lo suyo, esa presencia tampoco puede alcanzar nivel definitorio porque carecen de poderes para impedir que juez y síndico motoricen las actuaciones.
Los supuestos considerados, ratifican que plurales enfoques, aún cuando parcialmente acertados, no atrapan la proteica figura. En especial, la posible verdad que se logre, de ninguna manera satisfará la pregunta incorrecta que titula este trabajo.


- V -
En el capítulo inicial habíamos adelantado que son diversos los modos –y, obviamente, las regulaciones- en que puede llegarse a la quiebra, y también anticipamos que de acuerdo con nuestro régimen solamente podemos hablar de “quiebra” cuando un juez la pronuncia (lo cual, de suyo, conlleva la necesidad de un trámite). También dijimos en aquella etapa propedéutica que el supuesto de quiebra pedida por acreedor es el que permite el mejor examen del procedimiento para acceder a la decisión. Recordemos cuáles son los modos para alcanzar judicialmente la quiebra:
1. Quiebra directa (forzosa si la demanda un acreedor, voluntaria si es el propio deudor quien la promueve).
2. Quiebra indirecta, cuando el trámite empezó como concurso preventivo o APE y desbarró a la quiebra.

Omitimos por ahora referirnos a la “quiebra dependiente”, que nos ocupará más adelante. En capítulos anteriores vimos que Carnacini reformulaba la posición del interesado en la apertura de una causa, reduciendo a ese acto su ejercicio de acción, pues, admitida por el magistrado, los momentos sucesivos del trámite dependerán del régimen legal que fuera pertinente. Ello sentado, ni los términos de la petición ni la instrucción prefalencial fijarían los caracteres del proceso de quiebra pues –remarcamos- sea cual fuere el modo de iniciación será los actos, los sujetos, los poderes, las cargas, las obligaciones etc., así como el quehacer del magistrado, del síndico, del fallido, de los acreedores, –siempre ex positivo iure- los que dirán si el proceso es contencioso y por tanto dispositivo, o inquisitivo. Ello, lo consignamos una vez más, sea cual fuere el modo de inicio. Ergo, si la promoción del juicio de quiebra dependió de particulares –sea el acreedor en la quiebra directa forzosa, sea el deudor en la variante voluntaria-, lo mismo el trámite puede ser inquisitivo, esto es, deferido al quehacer predominante de funcionarios y órganos.
Muy claro al respecto Vitale: a la Inquisitionsmaxime en el plano del proceso puede no corresponder la Offizialmaxime en el plano de la iniciativa. Aquélla tesis, pues, lejos de ser un óbice para la caracterización del proceso concursal como inquisitivo, nos muestra que lo será aún cuando fuese promovido por acreedor o por el propio deudor, pues no sólo el trámite, sino también el inicio del proceso falencial están plenamente separados de los procesos dispositivos, entre otras circunstancias por una que es definitiva en el punto que examinamos, esto es, el proceso falencial empieza con la sentencia constitutiva de la quiebra, de modo que en la etapa preconcursal el trámite no tiene el carácter inquisitivo que investirá una vez abierto el proceso. Hemos dicho y repetido que en nuestro derecho la quiebra puede pronunciarse a pedido de acreedor, a pedido del deudor, o derivando de juicios que originariamente no se promovieron como pedido de quiebra, pero desbarraron en algún momento del trámite (la llamara quiebra indirecta). En este capítulo nos limitaremos a la quiebra directa forzosa, esto es, la que empieza -digamos- como solicitud de un acreedor.


-VI-
Nuestra ley, repitiendo casi textualmente la anterior enumeración, indica, primero, los casos de quiebra indirecta (art. 77 inc. `1´), después los de quiebra directa, inc. 2 “a pedido del acreedor”, e inciso 3 “a pedido del deudor”.
No es feliz la distribución. El art. 77 no consigna en sus incs. 2 y 3 que la ley contempla otra vía de acceso a la quiebra a solicitud del acreedor o del deudor, a saber, “la declaración de concurso en el extranjero” que de acuerdo con el art. 4 “es causal para la apertura del concurso en el país” ello a pedido del deudor, o del acreedor cuyo crédito debe hacerse efectivo” en el país. La hipótesis, pues, se subsume en el ámbito del art. 77 incs 2 y 3.
Estimamos que los pasos que enmarcan el acceso al juicio de antequiebra obliga a insistir en su índole de procedimiento contencioso, en contraste con la inquisitoriedad del trámite falencial en caso de que la demanda prosperara. Su examen se favorece anticipando, algunos aspectos del trámite cuyo desarrollo aún no hemos comenzado. Exasperando la síntesis, digamos:
1) La quiebra directa forzosa –o sea promovida por acreedor- se inicia mediante una demanda en la cual el peticionario invocará el estado de cesación de pagos del deudor (así dicho por el momento). Este último tendrá ocasión de ejercer sus defensas. En su momento recaerá la sentencia pronunciando la quiebra o rechazando el pedido.
2) El trámite exhibe una contienda entre el acreedor que juega el rol de demandante y el deudor –demandado- sobre la base de argumentos y pruebas que aporta el actor, a los que se opondrán los argumentos y pruebas que aportase el demandado.
3) Ese pasaje, tras el cual se dictará el fallo, corresponde –insistimos- a un procedimiento de tipo contencioso (subtipo del dispositivo). Es preciso estar en claro, y paradójicamente lo confirma la confusión tanto judicial como de escritores frente a múltiples aspectos del trámite, por ejemplo, aplicar en esa etapa contenciosa normas que hacen al proceso inquisitivo de la quiebra, o sea una vez pronunciada.
4) Recién mencionamos el tipo procesal dispositivo, que se divide en contencioso –único que nos interesa- y voluntario (que no atenderemos). Es clásico enfrentar el tipo dispositivo al tipo inquisitivo, aunque en el proceso falencial resulta común que se contraponga no el tipo dispositivo, sino el subtipo contencioso. Repetimos que la porfiada confusión sobre esos aspectos del trámite obliga a insistir en algo tan obvio como lo señalado.

5) Los pasos referidos en 1 a 4 hacen a un pasaje previo al proceso falencial, que como hemos dicho -y repetido por la rutina a vencer-, comienza cuando el juez declara la quiebra. Mejor dicho, si tras el trámite contencioso anterior el juez pronuncia la quiebra, recién en ese momento nace el proceso falencial (ya dijimos que inquisitivo).
6) Por lo recién visto, a la etapa inicial –contenciosa- se la llama “instrucción prefalencial” o “juicio prequiebra” o “juicio de antequiebra” o “preconcurso” o “procedimiento instructorio prefalimentario” (hay en uso otros nombres). Habíamos adelantado que el despiste legislativo llega al extremo de que regula el trámite de antequiebra, y a continuación –a inmediata continuación- agrega autofagicamente “no existe juicio de antequiebra”. Oportunamente explicaremos el gazapo.
7) Declarada la quiebra –mejor dicho: constituida la quiebra mediante la sentencia de apertura- el proceso que sigue es, reiteramos, de índole inquisitiva, pues ya no juega la contienda entre acreedor y deudor como en el juicio de antequiebra, sino que los pasos del trámite fijados por la ley son conducidos, por la actividad del magistrado y del síndico. Lo veremos a lo largo de toda la obra; además, a ese respecto no es posible intentar resumen alguno.
8) Otro aspecto que se impone tener en cuenta desde el inicio, es que los efectos de la quiebra y a diferencia de lo que ocurre con las sentencias de los juicios contenciosos, se extienden en onda centrífuga inabarcable. En su lugar ofreceremos una lista que supera los cincuenta casos (una parte adelantamos en los cap. I y IV.).
- VII -
En el proceso de quiebra, a partir de la sentencia que la constituye los más típico de su marcha transcurre sin que aparezca contraposición entre los acreedores y el fallido (contraposición que en cambio caracteriza, según vimos, a la instrucción prefalencial). También dijimos que juez y síndico conducen el trámite, y en lo más importante cuantitativamente -al par lo más expresivo atento el tipo de procedimiento- sólo hallaremos contienda en algunos momentos de varia importancia (sobre todo en incidentes arts. 37, 38, 94/5, etc.), con la particularidad de que si todos esos momentos contenciosos faltaran el proceso falencial no se apartaría un ápice de su configuración.
En otros términos, el proceso falencial no existe antes de que el juez pronuncie la sentencia del art. 88, como hemos dicho y repetido a lo largo de pocas páginas, pero también hemos dicho –y repetido- que la porfía es inevitable para neutralizar pugnaces errores (a pesar de ser ello tan claro, veremos que jueces y autores sostienen a veces que el trámite de antequiebra es contencioso, pero que no es apelable la sentencia que rechaza la demanda del acreedor (ello ampliando la inapelabilidad propia del proceso de quiebra); y en orden a perención consideran pertinente en la antequiebra el régimen que la ley consagra asimismo para el proceso falencial (art. 277); es decir, no ven con claridad que una cosa es la instrucción prefalencial –contenciosa-, otra el proceso falimentario (inquisitivo).
Un aspecto que nos detendrá más adelante sobre la diferencia entre la instrucción prefalencial y el proceso de quiebra finca en lo siguiente: la ley prescribe que “si la quiebra es pedida por acreedor, debe probar sumariamente su crédito…”, (art. 83, párr. 1º). Por su parte, el art. 84 dispone que el deudor será emplazado para que dentro del quinto día de notificado invoque y pruebe…”. Como se ve, la sumariedad de la instrucción prefalencial es explícita, y lo remarcamos porque esa sumariedad es incompatible con la índole inquisitiva propia del proceso falencial. La doctrina enfatiza que el carácter inquisitivo y la sumariedad se excluyen. Estimamos que el tema, en especial a esta altura del libro, requiere un poco más de atención.
- VIII -
Cuando el trámite es sumario deben hallarse limitadas las medidas de sustanciación, especialmente las pruebas. Viceversa, si es inquisitivo los poderes del juez no pueden quedar constreñidos en premio a la rápida tramitación, pues los hechos a investigar y las pruebas a producir se subordinan a las alternativas del trámite y el criterio del magistrado, quien procederá a inquirere según se presentasen y fueran desarrollándose las situaciones, incumbiéndole adoptar las providencias y ordenar las medidas que el decurso del proceso requiriera; por supuesto que dentro de ciertos límites temporales, pero no en medida sumaria, y menos aún limitándolas a priori. Grasso ha enfatizado al respecto.
Un proceso in genere sumario es ofrecido a veces a un litigante para beneficiarlo con su brevedad, a tal punto que de su voluntad depende utilizarlo o no (opción del art. 521 c.proc.civ.); en cambio, la inquisitoriedad no se defiere al interés de quien litiga, sino al logro preferentemente de otras finalidades -generales, públicas, o como se prefiera llamarlas- que imponen un procedimiento confiado especialmente al magistrado, con acrecimiento correlativo de sus poderes respecto de los contenciosos; y eso de que el juez tenga aumentados sus poderes, sin limitarlos a los hechos y pruebas que propusieran las partes privadas, no se compatibiliza con la sumariedad, que sólo coadyuva como anhelo compartido de pronta terminación de los juicios.
El contraste entre sumario e inquisitivo preocupó a los quiebristas italianos. El conflicto, nos parece, podría ser planteado en estos términos: el proceso falencial es inquisitivo, y sería de desear que fuera breve. No vemos que el juicio de quiebra tuviera particulares títulos para merecer, más que otros, esa brevedad, pero en cambio es importante que el trámite anterior a la declaración de quiebra resulte expeditivo: si el deudor ha caído en insolvencia, que el concurso se abra cuanto antes o cuanto antes se desestime si no correspondiera. Hay razones, y sería superfluo repetirlas, para que la instrucción prefalencial no se dilate.
Como, según dijimos, la rapidez del trámite y la amplitud de la sustanciación son incompatibles –o, dicho en otros términos, como el ideal de celeridad supone el sacrificio de la amplitud en cuanto a debate y prueba-, se impone una opción franca porque no es posible salvar la cabra y los repollos. Es explicable que se quiera asignar máximos poderes de investigación al magistrado, y ya dijimos del ideal de celeridad en el trámite; pero, repetimos, sólo por acaso se darán juntos. El problema, que divide a la doctrina italiana, se explica porque a la inquisitoriedad genérica del procedimiento –entre ellos, incluso la fase de antequiebra-, la Legge Fallimentare, no agrega referencia alguna en orden a sumariedad como para sostener, de lege lata, ese reclamo unánime de la doctrina relativo a brevedad de las actuaciones. Grasso, quien remarca la “íntima contradictoriedad” de “un procedimiento al mismo tiempo sumario e inquisitorio”, señala que “no es posible encontrar en la ley de 1942 el esquema de un procedimiento sumario para la declaración de quiebra, por la simple razón de que falta por completo una regulación instructoria dictada a ese fin, y no es dado aquí entender en qué consistiría la sumariedad que en otra previsión connotativa resulta explícita...; la ley actual no ha reproducido la norma que atribuía al acreedor instante la posición que es propia de actor, gravado por la carga de probar los hechos sobre los que funda la demanda; pero –lo que más cuenta en nuestro razonamiento- tampoco ha introducido otra norma que, en la hipótesis todavía normal de iniciativa del acreedor, autorice a considerar que la prueba y el juicio tengan carácter de sumariedad” (R.D.C.O. 1983, p. 211).
En nuestro régimen la situación es inversa. La ley impone expressis verbis la instrucción sumaria, por lo cual, en razón de esa categórica opción legislativa, el dilema que perturba a los quiebristas italianos no surge. Según la ley 11.719, al acreedor instante le incumbía producir “la prueba de los hechos y circunstancias que indique, de los que resulte que el deudor ha cesado efectivamente en sus pagos”. El juez resolverá “a la brevedad posible, debiendo oír previamente al deudor” (art. 51). Aunque el texto no es categórico, la sumariedad campea en la breve pero orientadora regulación. Una amplia elaboración jurisprudencial contribuyó a que no restaran dudas al respecto: el aserto jurisprudencial y terminante “no hay juicio de antequiebra” fue consagrado por esa jurisprudencia.
El recordado criterio tanto de la “ley Castillo” como de la doctrina judicial que fijó su alcance fueron recogidos por el legislador de 1972. Para que no restasen dudas, el art. 90 ley 19.551, prescribía que el acreedor peticionante de la quiebra “debe probar sumariamente...”; es decir, la ley adoptaba explícitamente la sumariedad del procedimiento. Esa sumariedad se repite en la segunda parte del mismo artículo: el juez puede disponer “las medidas sumarias...”. Procedimiento sumario, entonces, por tanto no inquisitivo. Pero hay muchas otras razones por las cuales la instrucción prefalencial no es inquisitiva en nuestro régimen. Por ejemplo:
1. Cierto que la instancia se abre a solicitud de acreedor o deudor, pero ya anticipamos que el principio dispositivo en punto a apertura no excluye la inquisitoriedad del trámite ulterior.
2. Ese pedido del acreedor es una demanda. Nuestro régimen no admite la apertura de oficio, digamos por ahora.
3. Se trata justamente de una demanda para que se abra el concurso, no para que se pague al acreedor instante.
4. Esa demanda debe satisfacer los requisitos rituales, incluso asistencia letrada.
5. El demandante debe justificar su carácter de acreedor y los factores expresivos del estado de insolvencia: para ello, le incumbe exponer los hechos y adjuntar las pruebas de esos hechos que pudieran exteriorizarla.
6. El juez no puede considerar otros hechos ni atenerse a otras pruebas que los introducidos por el acreedor instante, al margen la cándida previsión del art. 83, párr.2º.
7. Si el acreedor demandante no lo insta, el trámite perime. Con buen criterio la jurisprudencia aplicó el código de procedimientos y consideró de seis meses el plazo, a pesar de que el art. 277 L.C. lo fija en tres (no en el proceso concursal, que no perime, aunque sí “en todas las demás actuaciones”). Eso significa que una vez abierto el concurso -y, eo ipso, comenzado el proceso concursal-, en la quiebra el plazo de perención es de tres meses. Que sea de seis en la etapa prefalencial es una prueba más de que a la sazón todavía no hay concurso.
8. Si el pedido del acreedor fuese rechazado, surge el problema de la imposición de costas. Las dudas sobre quién las soportaría si el deudor depositaba el monto adeudado se tradujo en jurisprudencia contradictoria, que desembocó en el plenario “Pombo”, del cual nos ocuparemos en VI.
9. En caso de que procediera alguna medida cautelar, podrá decretarse “a pedido y bajo la responsabilidad del acreedor” (art. 85), enunciado que reafirma el carácter contencioso del trámite, regulado hasta ese momento como cosa de acreedor demandante versus deudor demandado.
10. Se acepta cada vez más que la resolución denegatoria es apelable por el acreedor instante: nueva confirmación de que aún no existe concurso, en el cual la inapelabilidad es la regla según el art. 273, inc. 3 (criterio discutido en algunas provincias). Esta viabilidad de la apelación, que no debiera cuestionarse, contribuye a reconocer la calidad de demandante en quien promueve la instancia.

- IX -
En el Nº 8 del apartado anterior aludimos a una regla pretoriana según la cuál si el deudor emplazado para intentar su defensa deposita en pago –o a embargo- el importe del crédito que invocó el peticionario de la quiebra, el procedimiento concluye: nuevo avatar dispositivo malgrado lo dudoso del criterio, a saber, que mientras la quiebra no fuese decretada, la afirmación de un derecho se estima neutralizada mediante un acto como el depósito, aún cuando referido a sólo un acreedor.
Estimamos que lo expuesto alcanza para mostrar que en nuestro régimen el trámite de la quiebra directa forzosa es contencioso. No empece tal conclusión la existencia de ciertas particularidades, por. ej. las limitaciones para desistir de la instancia (art. 87, L.C.), fácil de explicar en vista a conocidos abusos.
Otro argumento contra la inquisitoriedad de la etapa que consideramos finca en las cargas que soportan los acreedores y el deudor. En concordancia con las características procesales de la instrucción prefalencial, el peticionario de la quiebra –según el art. 83- debe probar el crédito que lo asiste y los hechos que revelasen el estado de insolvencia del deudor. Ambas exigencias pueden resultar satisfechas simultáneamente –un cheque, un pagaré-, pero podría no ser así, a saber, un instrumento lo erige en acreedor, mientras que el estado de insolvencia surge de otras comprobaciones. Lo veremos en el capítulo próximo.
Si las cargas que gravan al instante de la quiebra son plurales y precisas, no menos expresivas de “contienda” son las defensas que el demandado puede articular. Así, cabe al deudor, cuando se lo emplaza en términos del art. 91, cuestionar la competencia del juez, discutir la legitimación del demandante, probar que no se halla en estado de insolvencia, sostener que su concurso se abrió en otra sede y varias defensas más que examinaremos en su oportunidad. Como se ve, materia sobrada para contender.
Suele estimarse, con alguna ligereza, que el peticionario de la quiebra debe probar que el deudor se halla en estado de cesación de pagos, y la letra del art. 83 inclina a ese error. Adelantamos –nos ocupará pronto- que esa norma no habla de “probar” aquel estado sino los hechos reveladores” del mismo. Lo que ahora importa es mostrar que en el pedido de quiebra por acreedor la ley contempla un contradictorio cabal, aún cuando circunscripto.
En resumen: Grasso escribió, epigramáticamente, que el procedimiento de instrucción para la quiebra es “inquisitivo y por eso no sumario”. Ello tienta al fácil retruécano conforme a nuestro régimen lato: sumario y por tanto no inquisitivo, aunque de esa sumariedad lo que más nos importa es remarcar la índole contenciosa del juicio de antequiebra.
- X -
En la quiebra directa forzosa, el trámite, repetimos, nos enfrenta a un momento judicial de acreedor versus deudor. Estos sujetos pugnan en orden a la finalidad –opuesta- que persiguen, aducen razones, ejercitan derechos, sobrellevan cargas y asumen responsabilidades que son intransferibles, pues sólo el demandante o el demandado las puede cumplir, o desatender, o soportar. Tenemos, pues:
1. Una demanda de quiebra que el acreedor presenta al Tribunal si es su voluntad hacerlo, caso contrario nadie podrá sustituirlo en ese rol.
2. Una oportunidad deferida al deudor (“citación” dice la ley, incorrectamente porque se trata de un emplazamiento) para que, si le interesa, procure –y nadie en su lugar- su defensa.
3. Una evaluación por el juez de las constancias actuadas.
4. El juez está obligado a pronunciarse.
5. Una sentencia que decreta o deniega lo pedido en la demanda, o sea la declaración de quiebra.
6. Esa sentencia es recurrible: por apelación del peticionario si rechaza, o por otra vía que ya veremos –no la ordinaria apelación- si hiciera lugar a la demanda.
7. La sentencia constituye la quiebra, única forma en que puede alcanzarse nuestro régimen.
8. Asimismo, esa sentencia da origen al proceso concursal, proceso que no existía en el trámite anterior (que era judicial, pero no aún concursal).

Señalamos una vez más, con la referida pugnacidad exigida por la desorientación persistente, que el proceso concursal recién comienza con la sentencia de apertura. Lo señalado –y a cuenta de mayor desarrollo- impone destacar algunas particularidades del trámite, a saber, contencioso el juicio de antequiebra, inquisitivo el falencial. Su examen nos ocupará en toda la obra, pero esa conducción inquisitiva se “contamina” –de “enlaces y contaminaciones” de los tipos procesales hablaba Redenti- con momentos en mayor o menor medida contenciosos. ¿Ejemplos? Habíamos anticipado que un acreedor cuyo pedido de verificación fue rechazado puede accionar para que se revoque la sentencia denegatoria, acción que también puede promoverla el deudor en la situación inversa –esto es, para que se revoque una admisión-, e incluso está previsto que los acreedores entre sí discutan sus derechos, vale decir, no sólo el acreedor “inadmisible” contra el concursado, o éste contra un “admisible”, o un acreedor verificado o “admisible” contra otro admisible (veremos variantes en su momento). Se trata de un rasgo virtualmente exclusivo del concurso (se lo ha calificado como la “máxima expresión de la concursalidad”), y traduce cabales momentos contenciosos. En la ley figuran otras muestras francas de esa litis –en general como incidentes- que siguen siendo tales aún cuando en algunos casos cursaran por vía ordinaria (arts. 38, 119, etc).
Los modos recién aludidos de contienda en un contexto inquisitivo son francos, En cambio, no exhiben ese carácter nítido numerosos pasajes que muestran contraposición de intereses, de posturas y de formas, pero sin alcanzar la dimensión de los típicos conflictos recordados, pasajes que integran una extensa gama de disensos actuales o posibles, que atañen por ejemplo, a una conformidad expresa o tácita, a una vista a evacuar por el síndico, etc. Casi, diríamos, contienda light (suspensión de un remate “con audiencia del síndico y del comité de acreedores”, decisión “apelable por el acreedor, el síndico y el deudor”: (art. 24), y plurales casos más, en que la resolución se supedita a citaciones, vistas, autorizaciones y otras medidas, con la particularidad de que la cuasi contienda no se rige por el procedimiento incidental genérico de los arts 281 a 285, sino por los pasos que fija específicamente la ley –como en el ejemplo del art. 24- por lo cual se llaman “incidentes autónomos”. La anotación de Redenti sobre la existencia de “enlaces y contaminaciones” entre los tipos dispositivo e inquisitivo se generalizó entre los procesalistas, en el sentido de que no existen “tipos procesales puros” sino prevalentes, como escribe Clemente A. Díaz. Generosa confirmación encontraremos en distintos momentos de la ley de concursos.

- XI -
Un adelanto más sobre las profundas diferencias entre el procedimiento concursal y, por ejemplo, un contencioso familiar. Respecto de las impugnaciones que caben contra la sentencia que constituye la quiebra, dijimos que en la quiebra directa forzosa –esto es, la instada por acreedor- es posible, como en todo contencioso, que el vencido impugne; por ejemplo, si el juez rechaza, el peticionario puede apelar. En cambio no es apelable la sentencia que declara la quiebra del deudor (ahora “fallido”). El quebrado no puede apelar la sentencia que lo erige en tal, pero sí valerse de la impugnación específica que le permite alzarse contra el fallo. Esa explícita investidura legal neutraliza la ilegitimación procesal que con un criterio del que discrepamos se asigna al art. 110.
El recurso se traduce en un trámite con interesantísimas particularidades, incluso algunas sorpresas: se trata del incidente por revocación de la sentencia de quiebra directa forzosa que cursa entre el fallido, el peticionario de la quiebra y el síndico: el fallido promueve demanda, de ella se corre traslado y, recibida la prueba, el juez falla admitiendo o rechazando la demanda. El fallo es apelable. Como se ve, todo un “recurso” con entidad de incidente genérico, y bien contencioso por cierto. Infortunadamente la ley dice “recurso de reposición” o “trámite de reposición” (arts. 94 y 95), denominación desacertada y, lo que es peor, desviante. Si fuese “reposición” no procedería la sustanciación referida –demanda, traslado, responde, prueba, parte actora, parte demandada, etc.- como veremos con detenimiento en su oportunidad. La ley contempla asimismo un aspecto procesal reducido para revocar la sentencia de quiebra (art. 96, “levantamiento sin trámite”), donde se reconoce la entidad de “incidente” al contemplado por los arts. 94/95 (“…revocar la declaración de quiebra sin sustanciar el incidente…”). El fallido deposita el importe del crédito invocado por el acreedor peticionario, y con más diversos pasos ahora desatendibles se alcanza la revocación de la sentencia de quiebra.
- XII -
Recordemos algunos aspectos ya señalados: en el juicio de antequiebra la acción puede perimir, no así “en el concurso”, art. 277; la sentencia desestimatoria del pedido de quiebra es apelable; procede la condena en costas contra el acreedor si su pretensión fracasa, no así contra el deudor cuando la demanda prospera y el juez pronuncia la quiebra; tanto la demanda como el responsable requieren asistencia letrada. Algunos de esos supuestos fueron discutidos (en parte se discuten aún, pero en tesitura pasajera y perfunctoria). Repárese en los párrafos de Heredia: ocupándose de la caducidad vedada por el art. 277 dice, discrepando con Lettieri, que el concurso referido por esa norma “no existe como tal sino a partir de que se dicta la sentencia del art. 88. Antes de la sentencia no hay concurso, es decir no hay juicio de quiebra que justifique una solución como la establecida en el art. 277 (…). En la instrucción prefalencial (…) el resultado de su trámite (…) interesa primariamente al peticionante y al deudor. Por lo tanto, no hay motivo para que no actúe el instituto de la perención (…). Por otra parte, no nos parece correcto afirmar que la instrucción prefalencial es una etapa inicial del concurso”, y agrega una observación importante: “negar la operatividad de la caducidad de la instancia significaría convalidar el nacimiento de efectos verdaderamente nocivos para la seguridad jurídica, uno de los cuales es el correctamente destacado por Peyrano y Chiappini en el sentido de que si la demanda de quiebra interrumpe la prescripción (art. 3986 C. Civ.), excluir la perención del trámite prefalencial podría conducir a que el acreedor mantenga sine die ese efecto interruptivo con el sólo recurso de no impulsar el trámite (…) con lo cual (…) convertiría es imprescriptible la acción (…)”. Tras otras consideraciones, agrega que “la jurisprudencia ha aceptado en forma unánime la procedencia de la perención o caducidad de la instrucción prefalencial” (t. 3, pág. 382/4 de su “Tratado”).

- XIII -
Dijimos que casi no se discute el carácter inquisitivo del proceso falencial, sin embargo, subsisten algunas dudas sólo explicables por la peculiaridad de aquél trámite, por ejemplo, ¿el tipo inquisitivo cualifica el procedimiento sólo desde que el concurso se abre con la sentencia –nuestro régimen-, o también exhibe aquél carácter el momento previo a la decisión? Jurisprudencia y doctrina tienden a unificarse en el sentido ya consignado de que el proceso concursal empieza con la sentencia de apertura, siendo procesal, pero no concursal la etapa previa. Algún derrape condujo a sostener que el concurso es tal desde que empieza el trámite que conducirá a la apertura del art. 14 o del art. 88, pero es altamente expresiva la diferencia de fundamentación –y más visible aún la diferencia de seguridad- en una y en otra postura. Así, en el “Digesto Práctico” editado por “La Ley” (Volumen I “Concursos”, p. 238) esas diferencias aparecen en dos fallos sucesivos. El primero de ellos dice, con claridad y rigor, que “únicamente hay concurso con posterioridad a su apertura, por sentencia del concurso o por sentencia de la quiebra. Consecuentemente, la falta de apertura es, por sí sola, circunstancia impeditiva para considerar cualquier juego de los principios concursales, y antes de la misma, sólo existen procedimientos dirigidos a la declaración de aquéllas. Por todo esto, con anterioridad a la apertura no se producen los efectos típicos del concurso preventivo, ni de la quiebra, ni tampoco tienen aplicación los principios rectores de la normativa concursal”. Como se ve, un pronunciamiento preciso y seguro (Cámara de Feria, Rosario, Enero 8/1986, “Siter SA s/ Concurso”).
A la inversa, en el sumario siguiente leemos: “desde la presentación en concurso preventivo es dable aplicar lo dispuesto en la normativa concursal, referido a los actos prohibidos al deudor y su sanción. Aún cuando la solución no sea lo suficientemente clara al respecto, cabe inferirlas de las diversas normas que convalidan este criterio y de los principios fundamentales del derecho concursal, tales como la cesación de pagos como presupuesto para la apertura, siendo la presentación del deudor una confesión expresa de ese estado y debiendo, a partir de tal momento, mantener inalterable el patrimonio del deudor (CNCom, Sala “A”, “Cababie Hermanos S.A. s/ Concurso”). Las dos publicaciones obran el Volumen I, “Concursos”, pág. 238.
Con respecto al ultimo caso, cuando el fallo dice que desde la presentación en concurso preventivo “es dable” –así: es dable- “aplicar la normativa concursal referida a los actos prohibidos” surge ostensible la inseguridad de la Cámara. El adjetivo “dable” carece de entidad deóntica. Es un término disposicional que en ese carácter indica posibilidad, pero no afirma concreto alguno. Parecería que el Tribunal quisiera sostener sin afirmarlo que desde la “presentación” regiría la prohibición del actual art. 16 L.C. El tribunal reconoce que la solución no es lo suficientemente clara, pero también lo dice como guardando una especie de duda o prevención, a saber, que “aún cuando la solución no sea lo suficientemente clara al respecto…”; y por cierto que no es nada clara. Por el contrario, es bien claro que el legislador incurrió en una omisión que ha preocupado mucho, en doctrina, a saber, que desde la demanda de concurso preventivo hasta la sentencia del art. 14 -momentos separados por tiempo considerable-, el deudor que confesó su estado de insolvencia –según consigna el fallo- puede disponer ad libitum de sus bienes, esto es, ninguna previsión legal limita o condiciona su manejo (ese vacío era particularmente señalable en la ley 19551, pues una de sus fuentes –la ley paraguaya- disponía en su art. 16, refiriéndose a “la solicitud de convocatoria de acreedores”, que “al recibir la presentación del deudor el juzgado podrá proveer las medidas de seguridad que estimare convenientes sobre los bienes del mismo, incluso el embargo de todos o parte de ellos y la inhibición general de bienes”). Esa orfandad subsiste, no obstante la ley actual (año 1995) y las sucesivas y numerosas curitas –Moro dice “parches”- que le fueron infligidas.


- XIV -

Una mención especial requieren los casos en que la quiebra es demandada o actora. Ello apareja una variante notoria en la posición del magistrado respecto de los casos anteriores, pues ahora los litigios no surgen “en” la quiebra, como los supuestos anteriores sino “entre” la quiebra y un tercero.
Tal vez sea mejor que atendamos ahora esas situaciones. Ocurre con frecuencia que el fallido era al par acreedor de algunas prestaciones pendientes de cumplimiento y deben promoverse acciones judiciales para obtener su satisfacción. La quiebra demanda, y “por” la quiebra actúa el síndico. El juicio se radica, ordinariamente, ante el juez que corresponda al domicilio del demandado. En ese caso, con el vocablo “quiebra” no hablamos de la sentencia que la constituye, ni de un curso universitario sobre “quiebras”, ni del delito de la quiebra fraudulenta, ni del instituto, ni del proceso, ni del libro de Héctor Cámara: al decir “la quiebra demanda” estamos recurriendo, como tantas veces, al auxilio de la personificación. Hemos aclarado en varias oportunidades que personificar no implica sostener que existe una persona jurídica a la manera usual, sino algo mucho más sencillo y tan familiar que ni reparamos en ello, a saber, el hecho inveterado de tratar como si fuera persona a algo que no lo es, y así decimos “la quiebra demanda” como decimos “pido se condene a la sucesión”, o “el contrato paga el X %”, o “la impositiva modificó su horario de atención al público”. No atribuimos, pues, entidad de “sujeto ideal” a la expresión “la quiebra”, sino que sólo usamos una técnica consagrada y cómoda para entendernos. Eso nos permite hablar con facilidad de la quiebra como parte actora o parte demandada, actuando con intervención de su órgano específico, o sea el síndico, a quien le compete promover las acciones que correspondieran (art. 182 L.C.); pero la parte actora es la quiebra, no el síndico: tanto es así que si este último fuese removido, la posición de la quiebra en el juicio no variaría, del mismo modo que no deja de ser actora o demandada una S.R.L. cuando cambia de gerente. De ahí que no se modifique la carátula, que seguirá siendo “Juan Pérez SA c/ …”

En los casos en que “la quiebra” inicia demanda , sin duda, no veremos al juez de esa quiebra actuando; por el contrario, la quiebra en tanto actora en otro proceso se le fue de las manos: ya no es “su” quiebra, sino la demandante en un juicio que cursa ante otro magistrado. Sin embargo, la quiebra que él constituyó con su sentencia sigue andando, y agregaríamos que es la quiebra de veras. La otra, actora en sede extraña, es un seudópodo, una longa manus de la quiebra básica que procura mejorar su masa activa. Ello, por supuesto, en el terreno de las imágenes; pero permite ver claro, nos parece, que la quiebra constituida por el magistrado con su sentencia y la quiebra actora en el juicio contra un tercero en el Juzgado extraño al del concurso son dos entidades intuitivamente diversas ¿Y si el allí demandado reconviniera? Ya nos ocupará el evento. Agregamos que algunos momentos importantes del trámite, como la acción por ineficacia –art. 119- o por responsabilidad –arts 173 y 176 in fine- cursan ante el magistrado del concurso, por vía ordinaria, y parte actora, actuando el síndico, es la quiebra (personalizada). De ello diremos en su lugar.

- XV -

Hemos insistido en que el juez, al pronunciar la sentencia del art. 88, constituye la quiebra y da inicio al proceso. Porque dio inicio al proceso ocurren muchas cosas: por ejemplo, debe nombrarse síndico, la apertura se publicará por edictos, los acreedores son emplazados para que soliciten verificación, etc. Porque en juez constituyó la quiebra, el antes deudor asciende a fallido: resulta desapoderado ope legis (art. 107), pierde su capacidad procesal en los juicios que atañen a la masa activa (art. 110), el síndico se incauta de sus bienes y elementos contables (art. 177), etc.
En los pocos pasos referidos encontramos:
a) Una serie de actos imprescindibles para la continuación del proceso que son ordenados por la propia sentencia (art. 88/9).
b) Pluralidad de efectos, de calificada significación, que no están prescritos por la sentencia sino que ocurren ope legis por el hecho de que el deudor se halla en quiebra (el desapoderamiento, la ilegitimación procesal, etc).

Pero habíamos dicho y enfatizado que no hay quiebra sin sentencia, asimismo que la quiebra no se confunde con la sentencia sino que es otra cosa, en rigor una de las varias cosas que se mencionan mediante la palabra “quiebra”, La doctrina no es pacífica al respecto. Se acepta, al menos por algunos autores, que el fallo, amén de sus efectos propios e inmediatos (art. 88 y 106) origina una situación relativa al deudor que suele llamarse “status de fallido”, sea un instituto, sea sólo un nombre para una mención abarcativa de consecuencias centralizadas por la persona física o jurídica quebrado. Por ahora nos limitaremos a mencionarlo, y anticipar una curiosa (y furiosa) bipolaridad: o se asume en tesitura categórica, o se toma en burla: tertium non datar.

No hay comentarios: